Algunos estarán todavía sufriendo los efectos de la descompensación horaria como consecuencia del reciente cambio a horario de invierno, como un pequeño “get lag” que altera nuestro reloj interno. Les confieso que la literatura existente acerca de esos supuestos trastornos desequilibrantes de los biorritmos, que aparece recurrentemente todos los años por estas fechas, me parece bastante camelo. En esta ocasión, no obstante, además de argumentos biológicos se han añadido razones tanto astronómicas como de corte economicista para no llevar a cabo el cambio de hora: el Parlament de les Illes Balears aprobó una declaración institucional consensuada entre todos los grupos para que se mantenga allí el horario de verano por ser más beneficioso para su turismo. Valencia ha hecho lo propio. De prosperar esta iniciativa y ser aceptada por el Gobierno, cuando suenen las señales horarias habrá que decir: “son las once de la mañana, una hora menos en Canarias y una hora más en Baleares y comunidad valenciana”. Pero esperen, porque la asamblea del Bloque Nacionalista Galego (BNG) aprobó en su día un documento en el que reclamaba aplicar un "huso horario gallego" (el mismo que Portugal), con lo cual la coletilla de los locutores radiofónicos al dar la hora corre visos de ser interminable. La intención gubernamental de unificar en un solo huso horario todo el Estado -incluido el archipiélago canario- quedó hace tres años en suspenso ante el rechazo de los isleños, que se negaban a perder la presencia en los medios de comunicación cada vez que se da la hora y exigían cuantificar económicamente esa publicidad.
Parece, pues, que la
cuestión horaria constituye un argumento más, por peregrino que parezca, para
poner de manifiesto reivindicaciones diferenciadoras. Es como si
existiera un temor irracional a perder la identidad perteneciendo a un bloque
único, el que sea, y hubiera que buscar unas señas singulares en cualquier ámbito: la
historia, la etnia, el idioma, los fueros, las tradiciones populares, el fútbol
o incluso la hora a la que amanece. Las normas generales no valen para todos,
pues no se ven válidas para intereses particulares. Estamos casi ante la anomia
sociológica sobre la que teorizó Émile Durkheim.
En España este no es un
fenómeno del momento; quien conozca mínimamente nuestra historia sabrá que
hemos aprendido a convivir con estos ímpetus contestatarios y distanciadores
desde hace tiempo, como ya plasmaba Ortega y Gasset en su “España invertebrada”
hace casi un siglo, donde marca el
desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas como pistoletazo de
salida para una dispersión interpeninsular: llevamos desde el siglo XIX
ante el “problema español” o “la cuestión nacional”. Otros achacan esta
evidencia a que aquí no llegó a desarrollarse el liberalismo educacional como
en otros paises y se siente lo nacional como algo caduco o retrógrado.
Sea como
fuere, ese movimiento, como las traslaciones cósmicas, es algo que se percibe
más o menos según los momentos históricos, pero nunca ha dejado de detenerse
porque está en el ADN de los españoles. Por eso la existencia de pablistas y
errejonistas, romper la disciplina de
voto o desobedecer sentencias no son más que indicios delatores del síndrome hispánico
de la escisión.
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