Tuve un profesor de Psicopatología que siempre nos decía que no
encontráramos los trastornos en un tratado psiquiátrico, sino prestando
atención a las personas en la cotidianeidad: en la calle, en el autobús, en la
cola del supermercado, en el trabajo… porque esos desajustes psíquicos flotan
por doquier y no solo se ven en una consulta médica, a donde solo llegan los
casos más extremos.
En efecto, la sintomatología psiquiátrica no deja de estar presente en
todas partes y un buen escaparate para el análisis lo representa la llamada
“clase política”, que como reflejo de la sociedad nos ofrece una verdadera lección
de trastornos psicopatológicos. La mitomanía o mentira patológica está presente
en quienes ya han abandonado sus cargos y han experimentado la claustrofobia en una
celda (Bárcenas, Granados, Mario Conde, etc.). Pero los todavía encausados por
corrupción manifiestan frecuentemente una amnesia parcial de aquellas
actuaciones comprometidas y no suelen recordar nada en la vista oral, rellenando
las supuestas lagunas mnémicas con fabulaciones propias de una paramnesia total
o una pseudología (síndrome de Korsakoff). Otras veces sufren afasia profunda y
se quedan mudos por consejo de su abogado. Es una evidencia que la clase
política es sospechosamente vulnerable a ciertos desajustes en la salud mental,
como si asistiéramos a extrañas
epidemias psicosomáticas. Ya a alguno de ellos le ha asaltado
repentinamente una crisis de glosofobia (terror a hablar en público) cuando
debía dar explicaciones en el Congreso sobre tal o cual cuestión espinosa, como
los/as ex ministros/as Mato, Soria y Fernández Díaz. También los hemiciclos son
últimamente espacios proclives a la aparición de trastornos de la personalidad gestados
en estadíos infantiles, como es esa nueva acepción del rufianismo, parecido al
síndrome de Tourette o tendencia irrefrenable al insulto. Es curiosa igualmente la labilidad que impulsa a
determinados personajes a mostrar una
grave agorafobia, elicitando miedo a aglomeraciones callejeras hasta el punto de
prohibirlas por ley, olvidando que otras veces han disfrutado en el pasado organizándolas
y apareciendo ostensiblemente, como si estuvieran venciendo su problema con la
técnica de flooding.
Por
último, los trastornos distímicos y bipolares tampoco escasean en la política,
proliferando las manías en sus distintas vertientes. Si se está en el
gobierno se suele padecer manía
persecutoria, mientras que los mismos individuos en la oposición manifiestan
agitación catatónica con empleo frecuente de expresiones censuradoras. Pedro
Sánchez comienza a dar síntomas disociativos en su percepción de la realidad,
pretendiendo transitar en coche por su mundo. Trastornos histriónicos de la
personalidad hemos visto en Antonio Hernando, que pasó del “no es no” a la
opción opuesta por mero instinto de supervivencia.
Ya
mención aparte merece la exaltación hipermaniaca
narcisista que padecen ciertos líderes, como Pablo Iglesias, trastorno de
difícil curación, pues un ególatra nunca reconocerá que lo es. Algunos
pasquines electorales de su formación política decían: “Podemos humanizar la
política, danos tu confianza”, pero a la
primera oportunidad de humanizarla han negado un minuto de silencio a una
parlamentaria muerta, solo por el súper ego del mandatario al que no se atreve
a rechistar ningún seguidor, al parecer
aquejados de una hipobulia
sobrevenida.
Como decía aquel ya lejano profesor, no es
necesario un tratado de psiquiatría para documentarse en trastornos mentales.
Los tenemos delante a diario.
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