jueves, 30 de junio de 2016

Peligro de extinción



     Viendo la distribución por provincias  donde el PSOE fue la fuerza más votada en las pasadas elecciones, he recordado esos mapas de distribución geográfica de especies en claro retroceso poblacional, pues el rojo solo ocupa ya algunos reductos en la zona de Doñana, Valle del Guadalquivir y las serranías jiennenses.

Y mi mente ha viajado con esa nostalgia solo ligada al dulce hecho de ser más joven a aquellas épocas en las que este color teñía gran parte de la península, incluida Extremadura y ambas mesetas, como lobos ibéricos antes de su persecución obsesiva. Ya ni siquiera las montañas de Asturias constituyen los últimos reductos de esta especie que llegó a ser endémica hace unas décadas.

     En su lugar impera como género competidor esa variedad mejor adaptada, como cangrejos americanos, que constituye un camalote veraniego que tiñe de azul el mapa, colonizando invasivamente los espacios. ¿Qué causas se apuntan para esta regresión?
Elecciones 1982
En los últimos tiempos ha irrumpido con fuerza un grupo que tradicionalmente ocupaba un pequeño nicho ecológico en estado de hibernación, pero que introducido artificialmente y con ingeniaría genética ha logrado disputar al rojo gran parte de sus espacios. Esta intrusión morada, beneficiada por una cierta compatibilidad biológica ha logrado reproducirse rápidamente, como ratas de laboratorio, incluso con experimentos para formar una raza híbrida, hasta el punto de competir con poblaciones autóctonas y compartir peligrosamente el hábitat, logrando una disminución drástica de sus efectivos. Algunos teóricos anunciaban incluso la primacía en número de esta nueva especie morada, pero recientes recuentos de campo han descartado que de momento esto vaya a ser así.


     Otra de las causas que se apuntan para este retroceso rojo es la falta de un verdadero macho alfa desde hace algunas generaciones, que ha tarado las procreaciones haciendo casi estériles los grupos, lo cual unido a la mortandad de los especímenes más veteranos ha incidido gravemente en el mantenimiento poblacional. Incluso una tendencia a la bicefalia y la competitividad interna de sus patriarcas podría estar en la causa de la pérdida de orientación de las manadas y el abandono de sus ecosistemas en beneficio de esas especies alóctonas citadas.
Añadamos a esto que la adopción de patrones de comportamiento propios de la especie azul por aprendizaje vicario pueden haber estropeado el genotipo; y esa pérdida de identidad  podría estar también en la causa de esta difuminación del ADN que solo conduce a la extinción.



     Revertir esta situación siempre resulta complicado. Harían falta ejemplares jóvenes reintroducidos en los territorios con su dotación genética incólume, igual que linces con GPS, capaces de presentar batalla a la especie dominante y al mismo tiempo marcar claramente el territorio con respecto a los nuevos competidores con objeto de ir recuperando los espacios perdidos. Esto requiere mucho tiempo, efectivos briosos, decididos y con capacidad de liderar los censos que ahora andan desorientados en los hábitats. Pero me temo que estos ejemplares no se reproducen bien en cautividad y no se dispone tampoco de los laboratorios de la Complutense.

jueves, 9 de junio de 2016

El vuelo del Parnassius



     El Parnassius apollo es un bello lepidóptero ocelado que vuela exclusivamente en las cumbres más altas de nuestras serranías. La fascinación por las mariposas es una de esas aficiones paternas heredadas por haber participado como ayudante durante la niñez en las más arduas tareas de campo: las que suponían patear riberas, cruzar ejidos y ascender a lomas en busca de ejemplares que luego eran disecados en el estudio entomológico.


Pero jamás logré avistarla, a pesar de haberlo intentado con fruición por las estribaciones más elevadas de Gredos, donde tuvieron lugar gran parte de nuestros veraneos. El Parnassius se convirtió así en una especie de Santo Grial jamás encontrado, en el paradigma mítico de mi búsqueda insatisfecha, que solo encontraba placentero resarcimiento en los sueños adolescentes e incluso adultos como sucedáneo freudiano de mis deseos irrealizados.

     Estos días estoy teniendo oportunidad de rememorar y retomar aquella inútil búsqueda que quedó naufragada hace casi cincuenta años, pues una estancia en el Pirineo me está permitiendo transitar por altitudes proclives al hábitat ancestral de mi totémica obsesión infantil.
He visto con gozo al Charaxes jassius y me he transportado mentalmente a los madroñales frondosos de las Villuercas.  He divisado meliteas y “amazonas”, de vuelo esquivo y planeador, recordando que disputaban las piedras emergentes de las perfumadas gargantas de la Vera a la presencia transparente de las libélulas. Y los papilios se mecen en el viento frenético del Pirineo haciendo tintinear sus colas, como experimentadas cometas libres de la esclavitud de su cordel, pero son comunes en las vertientes de Gredos igual que briznas multicolores emanadas del Pinajarro. Ni rastro del Parnassius, del que me conformaría con la captura sin muerte de su imagen fotográfica, una vez superada la ambición coleccionista de vitrinas y alfileres. La he rastreado sin éxito en el macizo andorrano de Casamanya; he oteado infructuosamente las proximidades nevadas del  Pic de l’Estanyó y las laderas de las Valls de Comapedrosa. Nada.


    
Los teóricos del crecimiento personal afirman que en la vida debe haber siempre un necesario poso de insatisfacción, como esos dietistas que aconsejan irse a la cama con algo de hambre. Después de todo, no es tan malo que nuestras expectativas nunca se colmen completamente, pues así la existencia sigue disponiendo de alicientes para continuar esa gratificante búsqueda de  esperanzas, renovándose automáticamente anhelos y empeños como potentes motores de nuestra actuación. Para que pueda surgir lo posible es preciso intentar una y otra vez lo imposible, afirmaba Hermann Hesse. Me marcho de las cumbres pirenaicas con una extraña sensación ambivalente, mezcla de fracaso atávico y añoranza reforzada por la pedagogía que supone saber que siempre quedan en la vida consecuciones pendientes.
  
   No he logrado presenciar el vuelo majestuoso del Parnassius, pero he descubierto que un sueño dura toda una vida; tal vez quede aún bastante del niño que fui y que todos llevamos dentro sin percibirlo conscientemente, y esto debe constituir una garantía de ilusiones en los años postreros que el destino nos reserve.

jueves, 2 de junio de 2016

Gorriatos






     Este es el nombre popular que en Extremadura recibe el gorrión común (Passer domesticus), también conocido en los ámbitos rurales como “pardal”. “Bandás de gorriatos montesinos / volaban, chirriando por el cielo”, decía Luis Chamizo en su “Nacencia”. Recuerdo que durante mi niñez, que tuvo como escenario la Ciudad Antigua cacereña -donde el prestigio entre nuestros círculos y/o bandas rivales muchas veces venía dado por la categoría del pájaro que se exhibía-, tener un gorriato en una caja de zapatos era motivo de hilaridad y menosprecio, pues no se podía comparar con la reputación que ostentaba el poseedor de una “chova”, y no digamos ya la fascinación que representaba un “quica” (cernícalo).
Hasta las golondrinas y los vencejos ocupaban un escalón superior de autoridad, esos que plasmó Bécquer (“volverán las oscuras golondrinas / de tu balcón los nidos al colgar…) y Félix Morillón (“buscad donde la calle ensoñecida / recibe el lento llanto del ocaso, / el recobrado vuelo de vencejos / entre las altas torres desoladas”). Además de estas evocaciones poéticas que me suscitan esos ejemplares, se conocía popularmente como “gorriatos” a los integrantes de la banda municipal de música cacereña, a decir de Fernando García Morales, debido a los “píos” o desafinos frecuentes que solían escapar en sus actuaciones.
     Bien, pues los gorriones, esos pájaros urbanos tan habituados a la presencia humana, están desapareciendo a gran velocidad debido a la pérdida de hábitats y a los efectos de la contaminación atmosférica de las ciudades. También la creciente población de palomas y cotorras argentinas es una amenaza y compite  con su supervivencia. Es un dato más a añadir a ese largo inventario de entrañables vecindades naturales con las que crecimos y de las que nos estamos quedando huérfanos sin apenas percibirlo.
Ocurre con las mariposas, que ponían aquella nota alegre de colorido en nuestros paisajes primaverales y hoy prácticamente están desaparecidas por efecto de los plaguicidas agrícolas. Como las anguilas y las bogas, extinguidas unas y muy escasas otras debido a la construcción de pantanos y a la proliferación de especies exóticas invasivas. Como el carámbano que pisábamos en los charcos invernales, víctima inocente del cambio climático. O como los burros y las gallinas en las calles de nuestros pueblos, que la mecanización de las tareas y el necesario avance sanitario ha relegado su ya escasa presencia a los corrales proscritos del extrarradio. Podríamos citar incluso los estilos de vida y los juegos infantiles, cuya virtualidad los ha desprovisto de cualquier vinculación con la realidad callejera.

     Son ejemplos que ponen de manifiesto que el mundo ha evolucionado  de forma divergente, donde el avance de la tecnología ha sido parejo a la regresión de lo que fue tan solo hace una generación una forma más sencilla y natural de relacionarnos. En cierto modo tenía razón Aldoux Huxley cuando dijo que “el progreso tecnológico sólo nos ha proporcionado medios más eficientes para ir hacia atrás”, porque hubiera sido bonito disfrutar de Internet y viajar a 300 km/h, pero conservando las mariposas, los burros y los gorriatos.