Ya casi no me acuerdo de qué reacción tuve al enterarme de que los Reyes Magos no existen. Suele suceder que incluso se finge ignorarlo en un principio para aferrarnos así a una ilusión que nos hizo disfrutar mucho y que se escapa por momentos. También pertenezco a una generación que creyó en aquella grácil cigüeña que traía a los niños de París, pues el argumento de la “semillita” entonces no se llevaba mucho. Pero, en contra de lo que opinan algunos psicólogos trasnochados que todavía no han salido de los escritos de Freud, estamos hablando de engaños piadosos en una franja de edad que no deja huella cuando se abre de forma natural a realidades que se van haciendo evidentes por la propia maduración del raciocinio y que se nos ocultaban en una época mojigata y gazmoña. No creo que existan muchas personas traumatizadas tras ese temprano despertar a la verdad.
Nada comparable a las desilusiones que nos llevamos en la adultez y que pueden degenerar, ahora sí, en padecimientos depresivos, si el hecho que las origina es grave. Pongámonos en el pellejo de quien descubre a los 40 años que sus padres no son sus padres o que su adopción no se produjo de forma legal: que es un hijo robado a su madre biológica y que se pagaron por él 150.000 pesetas. ¿Cómo se siente quien descubre que fue una vil mercancía en un mercado negro de seres humanos? ¿Cómo se articula una infancia -tal vez feliz- con una mentira semejante a la que se ha sido ajeno toda la vida? ¿Qué interrogantes aflorarán sobre la identidad de sus verdaderos progenitores y las vicisitudes en las que se produjo aquella desgarradora transacción económica? ¿Qué actitud adoptar ante unos padres adoptivos -seguramente muy queridos- que en realidad te compraron por dinero, arrebatándote de las entrañas de tu verdadera madre? ¿Y qué clase de identidad tiene quien figura en una partida de nacimiento falsa? Esto es fuerte. Según estamos viendo estos días por la denuncia colectiva de la asociación ANADIR (víctimas de adopciones irregulares) ante 

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