La certeza de que las cosas se acaban sin remedio es algo que siempre me ha inquietado especialmente. Ser espectador de ultimidades reafirma un sentimiento irritante de desasosiego, como en esas pesadillas en las que nos persiguen pero estamos paralizados sin posibilidad de escape. Estoy seguro de que en todas las épocas los hombres han despedido modos y estilos de vida para dar la bienvenida a nuevas formas y maneras, pero yo sigo experimentando equivocadamente que nuestra generación se lleva la palma en esta cadencia de ocasos irremediables. No puedo soportar, por ejemplo, la desaparición de la cultura trashumante con su cancionero, sus refranes y estilos de vida; o la extinción de ciertos oficios artesanos para los que no hay recambio generacional, o los tamborileros de los pueblos. O la transformación artificial del aspecto de los pueblos que todavía llegué a conocer en mi primera infancia: es como si lo “auténtico” se diluyera en una suerte de transformaciones espurias que amenazan permanentemente lo verdadero.
Gerardo Antón ha muerto con 94 años. Yo lo conocí hace años, y departí con él tras una mesa redonda donde relataba encendidamente episodios de su juventud cuando luchaba contra el franquismo amparado en las sombras de la sierra. Oyendo a “Pinto”, uno se daba cuenta de lo que significó el “maquis”, sin necesidad de ilustrarse con ninguna lectura. La pasión de este hombre por sus ideales es poco frecuente, porque su posición ante un dilatado pasado nunca le hizo abdicar de sus convicciones. No es de los que decían “yo fui tal o cual cosa”, no. “Pinto” seguía siendo guerrillero antifranquista, y se le seguían saltando las lágrimas cuando hablaba de la República , sesenta años después. Gerardo Antón siempre estuvo en su papel: cuando escapó del ejército nacional arrojándose del tren como décadas después hizo El Lute; cuando decidió echarse al monte en 1944, pudiendo haber llevado una vida sin sobresaltos en Aceituna, su pueblo, o cuando en Francia, su exilio de tres décadas, continuó militando activamente en actos y marchas contra la dictadura. Gerardo Antón “Pinto” se esforzó a su regreso en que aquellas dos Españas de Machado se conocieran un poco mejor, y a ello dedicó lúcidamente sus últimas etapas. No estamos enjuiciando aquí si la peripecia vital de Gerardo fue o no equivocada, sobre eso ya hay ríos de tinta. Hoy simplemente incidimos en la fidelidad de un hombre al estilo de existencia él mismo escogió, en unos tiempos donde ya es normal descedirse de sus convicciones o cambiar de chaqueta cuando ya no sirve. “Pinto” paseaba por la Plaza Mayor de Cáceres enfundado en su traje de pana negro: su mirada todavía dura albergaba sin embargo el esbozo de una sonrisa que denotaba una satisfacción trascendente, definitiva, a pesar de resumir una vida convulsa. Y su gorra de revolucionario con una estrella roja definía su vocación, por si había alguna duda: él era guerrillero.
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