Hasta el viernes pasado todos asociábamos esta palabra con doctrinas islámicas excluyentes y extremas que aíslan el concepto de yihad de sus fuentes coránicas para establecer una dictadura ideológica que permite la muerte y la masacre como una posibilidad plausible para entrar en el Paraíso. Por desgracia, hemos tenido oportunidad de comprobar sus manifestaciones letales innumerables veces en el pasado reciente, y muy cerca de donde nos encontramos ahora: el 11-M.
Ha habido a lo largo de 
Conclusión que puede extraerse de este lamentable caso concreto es que calificar a ese asesino en serie como fundamentalista cristiano es una ligereza imperdonable. Una cosa es el estado de opinión o las creencias que alguien pueda tener y otra muy distinta la situación patológica de su mente, que impulsa a llevar a cabo actos inhumanos y salvajes totalmente opuestos a los presuntos fundamentos de su ideología. En esos casos el móvil ideológico es una mera excusa para dar salida al potencial perverso que ciertos individuos llevan dentro. Parece ser que este sujeto no solo era cristiano, sino también anti-islamista acérrimo, ultraderechista, xenófobo y adicto a los videojuegos de comandos; si a esto unimos que sus neuronas no deben ejercer sinapsis saludables obtenemos un cóctel fulminante capaz de atrocidades inimaginables. No hablemos, pues, de fundamentalismos sino de delirios mesiánicos propios de un verdadero psicópata. Lo que hay que intentar es que esta abominable matanza no encienda ninguna idea ni aprendizaje vicario en las crecientes corrientes ultraderechistas que pululan por la vieja Europa.
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