Fue hace unos días tomando café. La imagen de un niño gravemente desnutrido, que ilustraba la tragedia de Somalia, presidía la primera página del diario. Me sorprendí a mí mismo esquivando aquella mirada suplicante que delataba la más tétrica de las miserias humanas: morir de hambre. Pero mientras pasaba páginas buscando la actualidad económica (que es nuestro problema) aquella imagen, grabada involuntariamente en mi retina, entorpecía la lectura, dando finalmente al traste con el repaso a la actualidad, como si de esa fotografía emanara un extraño efluvio capaz de hacer relativo todo lo demás. Es el grito –pensé- que de vez en cuando rompe el pesado silencio de la tragedia para tratar de mover el gusanillo perezoso de nuestras conciencias. Pero a estas imágenes ya nos hemos acostumbrado. La escritora americana Susan Sontag decía que “el vasto catálogo fotográfico de la miseria y la injusticia a lo largo del planeta le ha dado a todo el mundo una cierta familiaridad con las atrocidades, haciendo que lo horrible sea cada vez más ordinario”. En efecto, convivimos con la desdicha como algo natural y nos hemos habituado a sus distintas caras.

Eso de “comunidad internacional” cada vez se me antoja más un interesado eufemismo para tapar la inoperancia. ¿Cuántos miles de millones se han destinado para reflotar bancos, tapar agujeros, comprar deuda o rescatar países desarrollados? Miedo da solo imaginarlo. El mundo carece de liderazgo. Miento: los que mandan en el mundo ahora son los directores generales de las agencias de calificación de deuda, pero esos giran en otra órbita y son incapaces de escuchar los cuernos del hambre.
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