Desde hace más de treinta años, cuando empecé a ir al pueblo como lugareño consorte, había visto la tinaja en la troje en las escasas ocasiones en las que era necesario subir a tan lúgubre desván; aquella polvorienta media tinaja habría tenido otros usos desde el desconocido y lejano accidente que la privó de su boca, a juzgar por los restos de paja que todavía descansaban en el fondo. Después de su mutilación, tal vez fuera en otro tiempo comedero para reses en el establo o almacén de maíz para las gallinas. Acompañó pacientemente durante largas décadas en la semioscuridad de aquella estancia a viejas albardas, arados y damajuanas desvencijadas en un silencio solo roto a intervalos por la cadenciosa acción de la carcoma, y en una ingrata penumbra anónima, donde únicamente las telarañas la comunicaban mortecinamente con el mundo circundante como hilos de telégrafo. Calculo que llevaría allí más de medio siglo, superviviente de una época en la que todo se guardaba porque podía servir.
El pasado sábado la tinaja ha abandonado su incómodo destierro y ha obtenido al fin el indulto que le permitirá en lo sucesivo saludar la salida del sol, respirar el aire perfumado por las jaras en primavera y albergar en su seno racimos de florecillas que caerán sobre la sufrida panza como un cosquilleo de belleza que jamás imaginó. No fue tarea fácil, pues la estrechez de las escaleras y su gran peso, huérfano de asideros, me obligó a prolongar un jadeante abrazo convirtiéndonos un rato en polvorientos hermanos siameses.
Pero ahora ya podré contemplar la tinaja en el jardín las tardes de verano, y recordar con justicia a quien decidió guardarla celosamente, uno de aquellos sufridos y previsores habitantes del medio rural que ya no está entre nosotros, perteneciente a una estirpe definida fielmente por Unamuno: “allí los hombres no son hijos de la tierra, sino que la tierra es hija de los hombres”. Viendo la tinaja rejuvenecida por el sol de abril es como si hubiera aflorado la milésima parte de un acervo relegado al pozo injusto del olvido. Como aquellas viejas tradiciones que murieron por no tener ya quien las transmitiera oralmente. O como aquellos centenarios oficios extinguidos lánguidamente por la irrupción de las máquinas.
Contemplar la tinaja redimida es como escuchar el eco de la trompeta del pregonero, o el agudo reclamo de la armónica del “afilaor” que trae envuelto el viento racheado. El rescate de la tinaja me anima a libertar también los usos perdidos que dieron carácter a esta tierra, y que los niños de hoy jamás conocerán. Sí. Añoro montar otra vez en burro y deseo ver algún día un tamborilero con veinte años, que haga juego con la nueva función de mi tinaja.
A los hombre (no sé si debo poner @, no sea que se nos ofendan los del lenguaje sexista) mejor a las personas, nos pasa también como a la vieja tinaja, que con el tiempo, hartos de cumplir con el trabajo a que estamos destinados, nos empleamos en otros cometidos, como este de blogueros, cosas de la edad... ...
ResponderEliminarPues sintámonos orgullosos de ser tinajas polivalentes ahora que vamos entrando en años. No hay cosa peor que quedarse en la troje de la rutina en compañía de estereotipos caducos. Opinemos y hagamos que esas opiniones trasciendan. Será un punto de referencia para las generaciones de hoy. Acabo de venir del Festivalino, donde he compartido un agradable rato con otras "tinajas" de dos patas.
ResponderEliminarUn abrazo.