miércoles, 12 de agosto de 2015

Y San Lorenzo lloró por Gata

  
Todos los años procuro estar a mediados de agosto en mi retiro skinneriano, el Walden utópico de quienes tenemos apego a lo primitivo: un lugar tranquilo y apacible situado entre el Valle del Alagón y la Sierra de Gata. Es mi temporada favorita de galas y representaciones naturales. Allí contemplo espectáculos inéditos durante el resto del año, pues se dan cita –a la orden implacable de los gallos- amaneceres luminosos que tiñen de oro pardo la dehesa, con la tenue neblina que envuelve ciertas mañanas el curso del río, como protegiendo su caudal de la mirada ascendente del astro.
Las cigarras amenizan con su prolongado canto caliente el paso de bandadas de palomas, mientras la misteriosa y siempre lejana trova matutina del cuco desde su inaprehensible cobijo es la señal de inicio de todo un concierto de trinos, tableteos de las cigüeñas de la torre, croar de ranas de las charcas menguadas de agosto o balar de ovejas al son de sus cencerros. Nada extraño adultera esta función atávica a la que han asistido nuestros antepasados durante siglos. A veces, ya al atardecer, el viento sopla de la sierra, queriendo escapar de los dominios del Jálama, techo de la comarca; y parece palparse el oxígeno criado y reverdecido en los pinares inmensos donde están envueltos Acebo, Hoyos y Perales del Puerto, avanzadillas con acento extremeño en busca de la Meseta castellana.
   Y, por fin, la noche. Espero paciente a que se aquieten las ascuas de la tarde, esas que dan paso a las progresivas luminarias de la Vía Láctea; los grillos, con su canto de la tierra que dijera Henri Thoreau, han relevado también a las cigarras. Y este año, además, no hay luna. Es entonces (ya solo se adivina en el horizonte el resplandor lejano de la catedral de Coria iluminada), cuando salgo desafiante al encuentro de las Perseidas desde mi abismo terrestre, desde mi observatorio de aire límpido situado entre el Valle del Alagón y la Sierra de Gata.

     Pero este año las lágrimas de San Lorenzo son más oscuras que de costumbre. Caen –a mí me lo parece- impregnadas de humo y ceniza y no rasgan con alegría el firmamento estrellado, sino que más bien dibujan el siniestro trazo de la tragedia. Porque la Sierra de Gata, otrora cómplice de otros espectáculos naturales, hoy presenta las humeantes cicatrices de la barbarie.
El aire abrasado en sus pinares desaparecidos llega al valle desprovisto de su habitual lozanía y sitúa una calima perenne que incinera parcialmente los alegres conciertos del día. Ya ni el amanecer es el mismo de hace una semana.
 Verde. Ahora negro. Añadamos nosotros el blanco de nuestra bandera de Extremadura, que ya se ha levantado de otras muchas cenizas. Ya se ha visto la grandeza de las gentes de Moraleja y la comarca entera volcados en asistir a los habitantes de los pueblos desalojados.
Gata ahora nos necesita, está deseando poder ofrecer de nuevo desinteresadamente  sus aromas, sus sonidos de fondo de cascadas, flauta y tamboril; sus paisajes, su vida. Como ese amigo entrañable al que visitamos durante su estancia postrada en el hospital, la Sierra de Gata necesita ahora apoyo y consuelo. Yo subo mañana a la sierra. Y conseguiremos que pronto las lágrimas de San Lorenzo sean de nuevo claras y alegres, el complemento perfecto para una armonía natural en este entrañable rincón de Extremadura.


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