Todos
los años procuro estar a mediados de agosto en mi retiro skinneriano, el Walden
utópico de quienes tenemos apego a lo primitivo: un lugar tranquilo y apacible
situado entre el Valle del Alagón y la Sierra de Gata. Es mi temporada favorita
de galas y representaciones naturales. Allí contemplo espectáculos inéditos
durante el resto del año, pues se dan cita –a la orden implacable de los
gallos- amaneceres luminosos que tiñen de oro pardo la dehesa, con la tenue neblina
que envuelve ciertas mañanas el curso del río, como protegiendo su caudal de la
mirada ascendente del astro.
Las cigarras amenizan con su prolongado canto
caliente el paso de bandadas de palomas, mientras la misteriosa y siempre lejana
trova matutina del cuco desde su inaprehensible cobijo es la señal de inicio de
todo un concierto de trinos, tableteos de las cigüeñas de la torre, croar de
ranas de las charcas menguadas de agosto o balar de ovejas al son de sus
cencerros. Nada extraño adultera esta función atávica a la que han asistido
nuestros antepasados durante siglos. A veces, ya al atardecer, el viento sopla
de la sierra, queriendo escapar de los dominios del Jálama, techo de la
comarca; y parece palparse el oxígeno criado y reverdecido en los pinares
inmensos donde están envueltos Acebo, Hoyos y Perales del Puerto, avanzadillas con
acento extremeño en busca de la Meseta castellana.
Y, por fin, la noche. Espero paciente a que
se aquieten las ascuas de la tarde, esas que dan paso a las progresivas
luminarias de la Vía Láctea; los grillos, con su canto de la tierra que dijera
Henri Thoreau, han relevado también a las cigarras. Y este año, además, no hay
luna. Es entonces (ya solo se adivina en el horizonte el resplandor lejano de
la catedral de Coria iluminada), cuando salgo desafiante al encuentro de las Perseidas
desde mi abismo terrestre, desde mi observatorio de aire límpido situado entre
el Valle del Alagón y la Sierra de Gata.
Pero este año las lágrimas de San Lorenzo son
más oscuras que de costumbre. Caen –a mí me lo parece- impregnadas de humo y
ceniza y no rasgan con alegría el firmamento estrellado, sino que más bien
dibujan el siniestro trazo de la tragedia. Porque la Sierra de Gata, otrora
cómplice de otros espectáculos naturales, hoy presenta las humeantes cicatrices
de la barbarie.
El aire abrasado en sus pinares desaparecidos llega al valle
desprovisto de su habitual lozanía y sitúa una calima perenne que incinera
parcialmente los alegres conciertos del día. Ya ni el amanecer es el mismo de
hace una semana.
Verde. Ahora negro. Añadamos nosotros el
blanco de nuestra bandera de Extremadura, que ya se ha levantado de otras muchas
cenizas. Ya se ha visto la grandeza de las gentes de Moraleja y la comarca
entera volcados en asistir a los habitantes de los pueblos desalojados.
Gata
ahora nos necesita, está deseando poder ofrecer de nuevo desinteresadamente sus aromas, sus sonidos de fondo de cascadas,
flauta y tamboril; sus paisajes, su vida. Como ese amigo entrañable al que
visitamos durante su estancia postrada en el hospital, la Sierra de Gata
necesita ahora apoyo y consuelo. Yo subo mañana a la sierra. Y conseguiremos
que pronto las lágrimas de San Lorenzo sean de nuevo claras y alegres, el
complemento perfecto para una armonía natural en este entrañable rincón de
Extremadura.
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