Aquellas maletas de cartón encima de la cama con
refuerzos metálicos insertos con tachuelas en las esquinas, el olor subido de la
naftalina que se difuminaba por toda la habitación al abrirla en una apacible
cámara de gas, las prendas que poco a poco iban acomodándose ordenadamente en
su interior me parecían víveres para una larga expedición: eran un ritual al
que yo asistía entre bambalinas como el espectador entusiasta que pronto va a
participar también en la obra, con un gozoso papel secundario que se repetía de
año en año.
Y no te olvides el optalidón. Ni el diazepán. Ni los supositorios.
Aquello parecía más bien el equipo para un viaje interplanetario donde no podía
faltar la pesada Rolleiflex ni el cazamariposas; como la pequeña Calpurnia
Tate, yo capturaría también ejemplares por amplios castañares y riberas de olor
a poleo, y volvería a reencontrarme con esas amazonas aladas (argynnis pandora), almirantes veloces (vanessa atalanta) y ninfas de los
arroyos (limenitis reducta),
dueñas
de un mundo libre al que me era dado asomarme. Por difícil que pareciera, todo (incluida
la hamaca de cuerdas y la cesta de mimbre naranja) encontraba acomodo en los
más recónditos huecos de un seiscientos más alto que ancho por la necesaria
prolongación de su atiborrada baca.
No importaba que no hubiera autovías ni rayas en la
carretera. Nuestro viaje estaba a ratos escoltado por gruesos árboles a ambos
lados del camino que, luciendo arrogantes una faja blanca, a veces flanqueaban
un verdadero túnel de vegetación que nos engullía como un agujero negro
cósmico.
No importaba que tampoco existiera el aire acondicionado, para eso
estaba el puerto de Miravete y su detenedero en la fuente para que los coches
pastaran con el capó abierto, como el pico de un cigüeño abatido por la
quemazón de su nido. Y no solo no importaba, sino que era fantástico que no
existieran los teléfonos móviles ni Internet, ni que el lugar donde pasaríamos
aquellos gozosos e interminables treinta días no tuviera televisión. Porque
habitaríamos un mundo distinto y primitivo de jofainas y cántaras, con olor a
establo y atardeceres dorados. De paseos amenizados por el rumor de las
gargantas y la compañía transparente de las libélulas.
Supongo que a estas alturas del texto
ya habrán adivinado ustedes que me voy
de vacaciones, aunque no serán ya como aquellas de las de antaño donde uno se
sentía como un auténtico Robinson Crusoe. Es lo que nos ha traído nuestro
acelerado tiempo, donde se ha extinguido la aventura y el anonimato. Todo el
mundo sabrá “mi ubicación” y aunque restrinja la actividad en Facebook tampoco
será posible desembarazarse por completo de las redes de la actualidad. Estaré
a cada instante controlado por los sonidos indiscretos y artificiales de los whatsapps y seré incapaz de olvidarme de
sondeos demoscópicos y avatares de la bolsa de Shanghái. La niñez hace tiempo
que la perdimos, pero también la inocente libertad de unos tiempos primarios
que nos permitían saborear el ocio de otra manera.
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