jueves, 26 de noviembre de 2015

Juventud y Naturaleza



     Durante mis ya lejanos estudios de Pedagogía era obligada la lectura de autores que a lo largo del tiempo habían expuesto sus paradigmas con respecto al desarrollo del niño y su socialización, tomando como base diferentes teorías filosóficas o psicológicas. Por ejemplo, entonces estaba muy de moda la epistemología genética del suizo Jean Piaget con sus famosas fases de desarrollo del conocimiento; y también gozaban de bastante prestigio los postulados del ruso Lev Vygotski sobre la psicología del desarrollo basada en la interacción social. Sin embargo, pocas obras me impactaron tanto como “Emilio” de Jean-Jacques Rousseau, adelantado a su tiempo y precursor e inspirador, no solo de las ideas de la Revolución Francesa, sino de un montón de cosas relacionadas con el pensamiento moderno.
La Naturaleza era un libro abierto para todos los ojos, según Rousseau. En sus “Confesiones” decía: “en aquella profunda y deliciosa soledad, en medio de los bosques y a las aguas, oyendo el concierto de los pájaros,  compuse en un continuo éxtasis el quinto libro de “Emilio”. De hecho, en el concepto de educación roussoniana tiene gran peso el desarrollo de los niños  de acuerdo con la Naturaleza, entendida en su doble sentido de medio ambiente y maduración natural y espontánea del ser humano, que debe sortear la alteración que suponen las opiniones y las costumbres.

   Dirán ustedes que a qué viene toda esta parafernalia teórica. Pues es que he desarrollado una tardía afición al senderismo y observo con preocupación que los integrantes de los distintos grupos por norma tienen de cuarenta años hacia arriba. Pero eso también pasa en el Ateneo o en cualquier presentación de libros, inauguraciones de exposiciones, mesas redondas y debates varios. Podría suceder que los jóvenes se sienten mejor desarrollando todas estas actividades sin la presencia de adultos. Pero no. No hay grupos senderistas de jóvenes ni centros culturales juveniles ni debates para jóvenes, ni se les ve en certámenes ni centros de interpretación. Es un tema de discusión recurrente que la socialización de los niños y jóvenes cada vez está más alejada de estas cosas, pues los intercambios sociales crecientemente se centran en redes cibernéticas y grupos de whatsapp. Internet ha anulado la relación “a pelo” y han pasado a la historia gran parte de las aventuras que nosotros experimentamos a su edad: excursiones, viajes en auto-stop a distintas comarcas de nuestra geografía para conocer sitios, fiestas, folklore…
Recientemente la Unesco ha distinguido al geoparque Villuercas-Ibores-Jara como patrimonio mundial. Me da mucha pena que nuestros jóvenes no sepan qué es un geoparque, qué recursos tiene, cuál  fue allí la evolución de la Tierra o qué parajes y sitios singulares contiene para desarrollar infinidad de actividades educativas y formativas en plena Naturaleza.
     Pero en fin, la esperanza de vida actual posibilita que se empiece a valorar todo esto con 40 años o más, y que sean siempre aficiones tardías, como en mi caso. Perece que no se puede forzar la inercia de los intereses. Nunca es tarde.

jueves, 19 de noviembre de 2015

La vieja y la nueva guerra



     “La France est en guerre”. Esta frase, pronunciada por François Hollande en Versalles ante las cámaras, me pareció en principio una grandilocuencia, una mera expresión justificativa ante su pueblo que trataba de poner de manifiesto  el dolor de toda Francia ante la barbarie. Pero pocos días después he comprendido que la palabra guerra fue empleada en toda su prístina dimensión, al ver a ochenta mil gargantas inglesas entonar la Marsellesa en Wembley. La guerra que venía ya está aquí. Una guerra atípica; el campo de batalla donde uno puede caer es la panadería, la terraza de un bar, el partido del domingo, la fiesta en la discoteca, el simple paseo por una acera de tu ciudad.

     Estamos ante una guerra no convencional con un enemigo invisible que no solamente reside en una lejana tierra donde hay que ir a combatirle, sino que también puede resultar ser el repartidor de periódicos o el empleado del taller de la esquina. Y para estas guerras nunca nos hemos preparado. Desde las Torres Gemelas, pasando por el 11-M y los atentados de Londres, se están librando una serie de batallas psicológicas que son las más fáciles de perder, porque cuando se instala el miedo en la sociedad, el enemigo tiene mucho terreno ganado. El martes se suspendió el partido Bélgica-España, las medidas de seguridad se multiplican y esto implica aumentar exponencialmente el gasto; los cambios constitucionales implicarán pérdida de derechos. Y el turismo ya se empieza a resentir en las bolsas internacionales. En definitiva, la psicosis debilita anímica e incluso económicamente, uno de los objetivos cumplidos de los terroristas. Mientras tanto, los ingresos del EI (Estado Islámico) aumentan  con el pago de rescates en secuestros, el contrabando de petróleo y los peajes de los refugiados, negocio redondo últimamente. Tal vez esto es lo primero que habría que combatir. Es una guerra en la que el enemigo actúa como un hacker que siempre se anticipa a los antivirus: si los extremistas residentes en Europa ven cortada su posibilidad de viajar a Oriente para recibir adiestramiento, son aleccionados vía Internet por medio de chats y videojuegos sin salir de su habitación, como hacia Julio Verne con sus viajes. 
La tentación de aniquilar militarmente al EI es comprensible, pero tras el 11-S los Estados Unidos atacaron ferozmente Afganistán, y hoy existen más talibanes que antes. Los yihadistas son como una hidra que además reproducirá sus miembros mutilados a distancia.
    La Nobel de la paz iraní Shirin Ebadi dice que al EI solo se le puede combatir con ideas. En el punto al que hemos llegado esto me parece ingenuo: ¿qué ideas? ¿quién puede inducir a esos bárbaros a interpretar el Corán de otra manera? Y la resignación pacifista de Gandhi (“mi arma mayor es la plegaria muda”) tampoco arregla las cosas. No parece haber más salida que emplear viejos métodos y esperar nuevas consecuencias. Nueva o vieja, como dijo Juan Pablo II, “la guerra siempre es una derrota de la Humanidad”.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Evaluaciones personales



     Las evaluaciones en la empresa privada son cosa conocida desde que comenzaron a surgir a mediados del siglo pasado las aplicaciones de la dirección por objetivos (DPO). Son  clásicos los postulados de los teóricos Douglas Mc Gregor con sus teorías sobre la cualificación del personal con la Psicología como base, que se centraban en rasgos de la personalidad y el comportamiento de los empleados; y Peter Drucker, preocupado por la  la innovación, la productividad y la rentabilidad. Las empresas privadas se dedican a ganar dinero ya sea para los propios empresarios y/o para satisfacer a los accionistas: los  centros organizativos en esa pirámide que va desde la alta dirección hasta el último equipo, está formado por grupos y personas individuales que en última instancia son los responsables de nutrir de beneficios la cuenta de resultados. Conozco el paño, pues he trabajado en una gran empresa privada y he estado al corriente de objetivos corporativos derramados territorialmente hasta llegar a la persona simple y llana, con presupuestos a conseguir mensuales, semanales, diarios y hasta por “ratos”, de cuyo cumplimiento depende la retribución variable y las posibilidades de promoción profesional.

     En la cosa pública, donde también he trabajado (que teóricamente no debería tender a conseguir resultados económicos sino a prestar servicios de calidad a los ciudadanos), por mimetismo con la empresa privada y desde que la economía funciona como un cáncer con metástasis,  se han ido implantando paulatinamente medidas tendentes a lograr equilibrios presupuestarios. Es un hecho que en los últimos tiempos no se ha pensado tanto en el mejoramiento de la calidad de los servicios, sino en el ahorro de costes para converger con los compromisos de déficit pactados en Europa.
     Hablemos de Educación, como paradigma de la actuación pública. Durante esta legislatura se han tomado en España las siguientes medidas: supresión de 30.000 puestos docentes para cuadrar las cuentas; incremento del ratio de alumnos por clase; se ha disparado la precariedad al cubrir solo el 10% de las bajas; ampliación de las horas lectivas del profesorado en detrimento de programas de refuerzo, disminución de la cuantía de las becas y aumento de las tasas académicas. Y ahora, ante la proximidad de las elecciones generales se suscita el debate en un “Libro Blanco de la función docente” sobre la idoneidad de los profesores y la necesidad de evaluar su actuación de cara al éxito académico. No he visto osadía y desfachatez mayor como introducir oportuna y artificialmente esta polémica para encubrir los efectos perniciosos de los recortes. Las empresas privadas solventes son exigentes con su personal, pero facilitan las herramientas y productos necesarios para lograr sus objetivos. A los profesores se pretende evaluarlos externamente para ver quiénes son buenos y quiénes malos, estableciendo así diferencias salariales, como en Finlandia. No voy a entrar al trapo de esos criterios evaluativos porque estamos todavía en un estadio muy primario. Hablemos primero de dignidad, retribución, estabilidad, motivación, reconocimiento social, reforzamiento de autoridad docente… y después, posiblemente, de calidad educativa. Como en Finlandia.


viernes, 6 de noviembre de 2015

Belleza interior



      No hace muchos días reapareció Camilo Sesto con la última versión de su rostro, que cada vez más es un pastiche de sí mismo. Para mí llegar a los 70 años calvo, arrugado y sin un gramo de bótox constituirá un honor porque las huellas del paso del tiempo son como medallas de guerra que se lucen a diario y no solo el día de la fiesta nacional. Pero dejando a un lado la obsesión enfermiza de Camilo Sesto, reconozcamos que hay quienes han sido depositarios de las iras del destino y, sin culpa alguna, son poco agraciados, me refiero a ambos sexos; para ellos no significa ningún consuelo ese estribillo de la “belleza interior” que escuchan benévolamente de sus allegados, pues anhelan otra cosa.
Otros, con el paso despiadado de los años, van atesorando excedentes de humanidad, como conatos de sí mismo adosados implacablemente  que redondean sus perfiles primigenios  bajo diferentes nomenclaturas siempre vejatorias: michelines, cartucheras, culámen... Casi todos consideramos tener uno o varios defectos susceptibles de ser modificados milagrosamente mediante esos avances portentosos de la cirugía. Deseamos ser bellos por fuera, y así proliferan verdaderas modelos de Rubens que añoran poder introducirse de nuevo en aquellos  vestidos juveniles como intrusas de otro tiempo; dentaduras díscolas desde la pubertad que intentan  alinearse como para anunciar un dentífrico, miopes recalcitrantes en trámites de separación de sus gafas o narices escoradas a la derecha toda la vida que aspiran ahora a esa disputada centralidad de cara a las urnas selectivas de la aceptación social.

        Obsesionados por  la apariencia exterior, pocos  se ocupan en llegar a esa belleza tímida de los adentros que parece no tener ninguna trascendencia porque no está a la vista. Y sin embargo a muchos les harían falta  implantes emocionales para elevar las turgencias del alma. O succionarles de alguna forma la prepotencia sobrante. O eliminar los odios que les rebosan mediante el ejercicio saludable de la solidaridad y la comprensión, o tratar esa celulitis rebelde del intelecto que se manifiesta  en pequeños cúmulos de ostentación y mentira. O pasar unos meses de internamiento en clínicas anti-vanidad. O, en fin, ponerse a dieta rigurosa contra la indiferencia y el hedonismo. Qué pena que por falta de pacientes de este tipo no proliferen tampoco especialistas adecuados. Y que no existan pasarelas donde desfilen personas decentes y equilibradas, ni concursos que ensalcen y valoren una estética interior. Solo cuando se llega a la fealdad patológica de la que hablo ahora se ingresa -sin desearlo gran cosa- en la cárcel o en el psiquiátrico, instituciones que, como clínicas subvencionadas del fracaso, rara vez llegan a arreglar los defectos susceptibles de ser tratados. A diferencia de lo que ocurre con los cambios radicales que soñamos para ser más bellos físicamente, padecemos un triste inmovilismo en cuanto al mejoramiento de nuestras actitudes. Es muy posible que la dinámica de la vida actual (en pos de poder y dinero) premie precisamente a los feos por dentro y guapos por fuera.