Las evaluaciones en la empresa privada son cosa conocida desde que
comenzaron a surgir a mediados del siglo pasado las aplicaciones de la
dirección por objetivos (DPO). Son
clásicos los postulados de los teóricos Douglas Mc Gregor con sus
teorías sobre la cualificación del personal con la Psicología como base, que se
centraban en rasgos de la personalidad y el comportamiento de los empleados; y
Peter Drucker, preocupado por la la
innovación, la productividad y la rentabilidad. Las empresas privadas se
dedican a ganar dinero ya sea para los propios empresarios y/o para satisfacer
a los accionistas: los centros
organizativos en esa pirámide que va desde la alta dirección hasta el último
equipo, está formado por grupos y personas individuales que en última instancia
son los responsables de nutrir de beneficios la cuenta de resultados. Conozco
el paño, pues he trabajado en una gran empresa privada y he estado al corriente
de objetivos corporativos derramados territorialmente hasta llegar a la persona
simple y llana, con presupuestos a conseguir mensuales, semanales, diarios y
hasta por “ratos”, de cuyo cumplimiento depende la retribución variable y las
posibilidades de promoción profesional.
En la cosa pública, donde también he trabajado (que teóricamente no
debería tender a conseguir resultados económicos sino a prestar servicios de
calidad a los ciudadanos), por mimetismo con la empresa privada y desde que la
economía funciona como un cáncer con metástasis, se han ido implantando paulatinamente medidas
tendentes a lograr equilibrios presupuestarios. Es un hecho que en los últimos
tiempos no se ha pensado tanto en el mejoramiento de la calidad de los
servicios, sino en el ahorro de costes para converger con los compromisos de
déficit pactados en Europa.
Hablemos de Educación, como paradigma de la actuación pública. Durante
esta legislatura se han tomado en España las siguientes medidas: supresión de
30.000 puestos docentes para cuadrar las cuentas; incremento del ratio de
alumnos por clase; se ha disparado la precariedad al cubrir solo el 10% de las
bajas; ampliación de las horas lectivas del profesorado en detrimento de
programas de refuerzo, disminución de la cuantía de las becas y aumento de las
tasas académicas. Y ahora, ante la proximidad de las elecciones generales se
suscita el debate en un “Libro Blanco de la función docente” sobre la idoneidad
de los profesores y la necesidad de evaluar su actuación de cara al éxito académico.
No he visto osadía y desfachatez mayor como introducir oportuna y artificialmente
esta polémica para encubrir los efectos perniciosos de los recortes. Las
empresas privadas solventes son exigentes con su personal, pero facilitan las
herramientas y productos necesarios para lograr sus objetivos. A los profesores
se pretende evaluarlos externamente para ver quiénes son buenos y quiénes malos,
estableciendo así diferencias salariales, como en Finlandia. No voy a entrar al
trapo de esos criterios evaluativos porque estamos todavía en un estadio muy primario.
Hablemos primero de dignidad, retribución, estabilidad, motivación,
reconocimiento social, reforzamiento de autoridad docente… y después,
posiblemente, de calidad educativa. Como en Finlandia.
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