No hace muchos días reapareció Camilo Sesto
con la última versión de su rostro, que cada vez más es un pastiche de sí
mismo. Para mí llegar a los 70 años calvo, arrugado y sin un gramo de bótox
constituirá un honor porque las huellas del paso del tiempo son como medallas
de guerra que se lucen a diario y no solo el día de la fiesta nacional. Pero
dejando a un lado la obsesión enfermiza de Camilo Sesto, reconozcamos que hay
quienes han sido depositarios de las iras del destino y, sin culpa alguna, son poco
agraciados, me refiero a ambos sexos; para ellos no significa ningún consuelo
ese estribillo de la “belleza interior” que escuchan benévolamente de sus
allegados, pues anhelan otra cosa.
Otros, con el paso despiadado de los años,
van atesorando excedentes de humanidad, como conatos de sí mismo adosados
implacablemente que redondean sus
perfiles primigenios bajo diferentes
nomenclaturas siempre vejatorias: michelines, cartucheras, culámen... Casi
todos consideramos tener uno o varios defectos susceptibles de ser modificados
milagrosamente mediante esos avances portentosos de la cirugía. Deseamos ser
bellos por fuera, y así proliferan verdaderas modelos de Rubens que añoran
poder introducirse de nuevo en aquellos
vestidos juveniles como intrusas de otro tiempo; dentaduras díscolas
desde la pubertad que intentan alinearse
como para anunciar un dentífrico, miopes recalcitrantes en trámites de
separación de sus gafas o narices escoradas a la derecha toda la vida que aspiran
ahora a esa disputada centralidad de cara a las urnas selectivas de la
aceptación social.
Obsesionados por la apariencia exterior, pocos se ocupan en llegar a esa belleza tímida de
los adentros que parece no tener ninguna trascendencia porque no está a la
vista. Y sin embargo a muchos les harían falta
implantes emocionales para elevar las turgencias del alma. O
succionarles de alguna forma la prepotencia sobrante. O eliminar los odios que
les rebosan mediante el ejercicio saludable de la solidaridad y la comprensión,
o tratar esa celulitis rebelde del intelecto que se manifiesta en pequeños cúmulos de ostentación y mentira.
O pasar unos meses de internamiento en clínicas anti-vanidad. O, en fin,
ponerse a dieta rigurosa contra la indiferencia y el hedonismo. Qué pena que
por falta de pacientes de este tipo no proliferen tampoco especialistas
adecuados. Y que no existan pasarelas donde desfilen personas decentes y
equilibradas, ni concursos que ensalcen y valoren una estética interior. Solo
cuando se llega a la fealdad patológica de la que hablo ahora se ingresa -sin
desearlo gran cosa- en la cárcel o en el psiquiátrico, instituciones que, como
clínicas subvencionadas del fracaso, rara vez llegan a arreglar los defectos
susceptibles de ser tratados. A diferencia de lo que ocurre con los cambios
radicales que soñamos para ser más bellos físicamente, padecemos un triste
inmovilismo en cuanto al mejoramiento de nuestras actitudes. Es muy posible que
la dinámica de la vida actual (en pos de poder y dinero) premie precisamente a
los feos por dentro y guapos por fuera.
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