jueves, 18 de agosto de 2016

Tres mil horas de sol



   Cuando las matrículas de los coches permitían conocer la procedencia de sus ocupantes, se estilaba llevar detrás  un perro que siempre decía que sí con la cabeza, asintiendo tal vez con resignación ante los abundantes baches de la carretera; y también aquellas pegatinas  con una frase que ensalzaba la patria chica del propietario, como una especie de twitter estático y artesanal. “Cáceres, ciudad monumental” o “Salamanca, arte, saber y toros”. Tras un reciente viaje a las costas onubenses he recordado las pegatinas de allí hace varias décadas: “Huelva, tres mil horas de sol”.

          Ese cómputo de horas disfrutando del astro rey es común en la península en muchas de sus regiones. Por tanto, cuando las tecnologías alternativas desarrollaron nuevas fuentes energéticas que sustituyeran a los combustibles fósiles, España se configuraba como uno de los países más beneficiados del mundo por su clima y condiciones naturales, estando llamado a ocupar puestos de liderazgo en esta energía limpia. Y así parecía en los albores de este siglo XXI destinándose importantes presupuestos a la investigación y desarrollo en este sector, con una normativa prometedora: en 2005 España se convirtió en el primer país del mundo en requerir la instalación de placas solares en edificios nuevos y el segundo tras Israel en demandar la instalación de sistemas de agua caliente solar. Era el futuro, pues según informes de Greenpeace, la energía solar podría abastecer siete veces la demanda eléctrica de nuestro país en 2050, eliminando la dependencia de otras fuentes importadas del exterior.
Con estas perspectivas creció la inversión, hasta el punto de que muchas familias españolas destinaron sus ahorros a proyectos de energías renovables, aprovechando la inercia impulsada por los organismos internacionales que fijaban objetivos de cumplimiento en la adopción de estas nuevas energías que, en definitiva, suponen la mejor lucha contra el cambio climático.
     El actual gobierno, y bastante antes de estar en funciones, ha venido sistemáticamente hablando de la “herencia recibida”. Pues bien, no sé en otras cosas, pero la herencia en materia energética, encauzada hacia las nuevas fuentes (más baratas, inagotables y limpias) se ha dilapidado lastimosamente en los últimos años, poniéndose de manifiesto un clarísimo retroceso (también en energía eólica y biomasa).
Las nuevas leyes del sector eléctrico, la reforma energética y las sucesivas subidas del precio de la luz, además de truncar las perspectivas de futuro, han ido en contra de los ciudadanos. En el país de las tres mil horas de sol se ha acuñado el nuevo término de “pobreza energética” y nos alejamos del objetivo comunitario. La Unión Europea muestra estupefacción por esta reculada en España y por la política energética impulsada aquí penalizando el autoconsumo. Con esta normativa restrictiva, la innovación tecnológica está desapareciendo de las empresas del sector, dejando desempleados a cientos de  jóvenes investigadores, obligados a una “emigración energética”.
   Cuando salgamos al extranjero deberíamos mostrar un perro con una sombrilla que diga que no con la cabeza y una pegatina que rece de nuevo: “Zoy españó, cazi ná”.

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