jueves, 11 de agosto de 2016

Aquel Cáceres de película



     El Callejón del Gallo, por su escaso tránsito en las horas deshabitadas de la siesta,  era el lugar  ideal para aligerar necesidades perentorias en una época pionera  donde no todas las casas humildes disponían de excusados. Por eso convenía caminar por allí con precaución, como soldados de comando en un campo de minas. En aquellas películas unipersonales, que ambientaban las campanas de San Mateo queriendo también actuar suspendiendo su tañido en un cálido y envolvente susurro, siempre fui protagonista y héroe vencedor, ya fueran mis enemigos simples lagartijas, que imaginaba desafiantes cocodrilos extrañamente venidos a menos.
Muchas veces observé con detenimiento aquellos rabos sueltos con prórroga de vida que protestaban con espasmos ciegos y en silencio lo absurdo de su mutilación. Aquel imponente plató donde los tiempos querían escapar de su histórica prisión por los resquicios empedrados de las callejas, por los ecos retumbantes de mi propios pasos, por el camino etéreo que los vencejos dibujaban en las luces tenues de la tarde, fue como un fértil territorio inexplorado; nunca el olvido fue tan generoso, guardando mi mundo a recaudo de focos, cámaras y acción. Fui un gozoso Robinson Crusoe en la isla inimaginable que al doblar cualquier esquina permitía descubrir matacanes y ajimeces, divisar almenas y arquivoltas, escuchar las retahílas cadenciosas del piconero o el melonero (los extras de mis películas) más o menos lejanas según soplara el viento.
Por los distintos escenarios pétreos repartidos por un Cáceres de película, el tiempo –mi tiempo- transcurría con esa imposible celeridad parsimoniosa propia de la infancia, como un anémico año-luz abriéndose paso en el universo fecundo de mis fantasías.

   Mi concepto del cine era lejano. Se limitaba a Cantinflas, a aquellas propagandas de “Lo que el viento se llevó” que había debajo de los cojines del sofá. Mis únicos celuloides eran fotogramas recortados de Ben-Hur en una caja de cerillas como un Hollywood exánime que me había tocado en suerte. Pero un día Alain Delon irrumpió en el corazón de mis ancestrales correrías, profanando con su caballo blanco el guá sagrado de mis canicas de barro.
Y un ejército de técnicos, extras pagados con un bocadillo de queso, grúas, focos, raíles y plataformas de un sacrílego mecano, tomaron posesión de mis atávicas heredades, haciendo suyos los decorados altivos entre los que crecí y soñé.
Al tiempo que la niñez se alejaba desdibujando el bagaje de mis ensueños, como un cometa que cambia de órbita no regresando jamás a las regiones conocidas del espacio, otras estrellas me desplazaron, como a esos actores viejos  que terminan mendigando papeles secundarios. El cine de verdad había desembarcado ya en el Cáceres recoleto ausente de los circuitos turísticos.     La parafernalia mediática de Romeo y Julieta, La catedral del mar y Juego de Tronos campeará bajo la silueta almenada que cobijó nuestra existencia tierna; esa prestancia se irradiará al mundo, pero algunos jamás podremos olvidar nuestras delirantes y privativas películas, ya imposibles de visualizar, en las que solo se puede  hurgar  con la varilla roma del recuerdo.


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