El Callejón del Gallo, por su escaso
tránsito en las horas deshabitadas de la siesta, era el lugar
ideal para aligerar necesidades perentorias en una época pionera donde no todas las casas humildes disponían
de excusados. Por eso convenía caminar por allí con precaución, como soldados
de comando en un campo de minas. En aquellas películas unipersonales, que
ambientaban las campanas de San Mateo queriendo también actuar suspendiendo su
tañido en un cálido y envolvente susurro, siempre fui protagonista y héroe
vencedor, ya fueran mis enemigos simples lagartijas, que imaginaba desafiantes
cocodrilos extrañamente venidos a menos.
Muchas veces observé con detenimiento
aquellos rabos sueltos con prórroga de vida que protestaban con espasmos ciegos
y en silencio lo absurdo de su mutilación. Aquel imponente plató donde los
tiempos querían escapar de su histórica prisión por los resquicios empedrados
de las callejas, por los ecos retumbantes de mi propios pasos, por el camino
etéreo que los vencejos dibujaban en las luces tenues de la tarde, fue como un
fértil territorio inexplorado; nunca el olvido fue tan generoso, guardando mi
mundo a recaudo de focos, cámaras y acción. Fui un gozoso Robinson Crusoe en la
isla inimaginable que al doblar cualquier esquina permitía descubrir matacanes y
ajimeces, divisar almenas y arquivoltas, escuchar las retahílas cadenciosas del
piconero o el melonero (los extras de mis películas) más o menos lejanas según
soplara el viento.Por los distintos escenarios pétreos repartidos por un Cáceres de película, el tiempo –mi tiempo- transcurría con esa imposible celeridad parsimoniosa propia de la infancia, como un anémico año-luz abriéndose paso en el universo fecundo de mis fantasías.
Mi concepto del cine era lejano. Se limitaba
a Cantinflas, a aquellas propagandas de “Lo que el viento se llevó” que había
debajo de los cojines del sofá. Mis únicos celuloides eran fotogramas
recortados de Ben-Hur en una caja de cerillas como un Hollywood exánime que me
había tocado en suerte. Pero un día Alain Delon irrumpió en el corazón de mis
ancestrales correrías, profanando con su caballo blanco el guá sagrado de mis canicas de barro.
Y un ejército de técnicos,
extras pagados con un bocadillo de queso, grúas, focos, raíles y plataformas de
un sacrílego mecano, tomaron posesión de mis atávicas heredades, haciendo suyos
los decorados altivos entre los que crecí y soñé.Al tiempo que la niñez se alejaba desdibujando el bagaje de mis ensueños, como un cometa que cambia de órbita no regresando jamás a las regiones conocidas del espacio, otras estrellas me desplazaron, como a esos actores viejos que terminan mendigando papeles secundarios. El cine de verdad había desembarcado ya en el Cáceres recoleto ausente de los circuitos turísticos. La parafernalia mediática de Romeo y Julieta, La catedral del mar y Juego de Tronos campeará bajo la silueta almenada que cobijó nuestra existencia tierna; esa prestancia se irradiará al mundo, pero algunos jamás podremos olvidar nuestras delirantes y privativas películas, ya imposibles de visualizar, en las que solo se puede hurgar con la varilla roma del recuerdo.
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