Cuando las matrículas de los coches permitían
conocer la procedencia de sus ocupantes, se estilaba llevar detrás un perro que siempre decía que sí con la
cabeza, asintiendo tal vez con resignación ante los abundantes baches de la
carretera; y también aquellas pegatinas
con una frase que ensalzaba la patria chica del propietario, como una
especie de twitter estático y artesanal. “Cáceres, ciudad monumental” o
“Salamanca, arte, saber y toros”. Tras un reciente viaje a las costas onubenses
he recordado las pegatinas de allí hace varias décadas: “Huelva, tres mil horas
de sol”.
Ese
cómputo de horas disfrutando del astro rey es común en la península en muchas
de sus regiones. Por tanto, cuando las tecnologías alternativas desarrollaron
nuevas fuentes energéticas que sustituyeran a los combustibles fósiles, España
se configuraba como uno de los países más beneficiados del mundo por su clima y
condiciones naturales, estando llamado a ocupar puestos de liderazgo en esta
energía limpia. Y así parecía en los albores de este siglo XXI destinándose
importantes presupuestos a la investigación y desarrollo en este sector, con
una normativa prometedora: en 2005 España se convirtió en el primer país del
mundo en requerir la instalación de placas solares en edificios nuevos y el
segundo tras Israel en demandar la instalación de sistemas de agua caliente
solar. Era el futuro, pues según informes de Greenpeace, la energía solar
podría abastecer siete veces la demanda eléctrica de nuestro país en 2050,
eliminando la dependencia de otras fuentes importadas del exterior.
Con estas
perspectivas creció la inversión, hasta el punto de que muchas familias
españolas destinaron sus ahorros a proyectos de energías renovables,
aprovechando la inercia impulsada por los organismos internacionales que
fijaban objetivos de cumplimiento en la adopción de estas nuevas energías que,
en definitiva, suponen la mejor lucha contra el cambio climático.
El actual
gobierno, y bastante antes de estar en funciones, ha venido sistemáticamente
hablando de la “herencia recibida”. Pues bien, no sé en otras cosas, pero la
herencia en materia energética, encauzada hacia las nuevas fuentes (más
baratas, inagotables y limpias) se ha dilapidado lastimosamente en los últimos
años, poniéndose de manifiesto un clarísimo retroceso (también en energía
eólica y biomasa).
Las nuevas leyes del sector eléctrico, la reforma
energética y las sucesivas subidas del precio de la luz, además de truncar las
perspectivas de futuro, han ido en contra de los ciudadanos. En el país de las
tres mil horas de sol se ha acuñado el nuevo término de “pobreza energética” y
nos alejamos del objetivo comunitario. La Unión Europea muestra estupefacción
por esta reculada en España y por la política energética impulsada aquí
penalizando el autoconsumo. Con esta normativa restrictiva, la innovación
tecnológica está desapareciendo de las empresas del sector, dejando desempleados
a cientos de jóvenes investigadores,
obligados a una “emigración energética”.
Cuando salgamos al extranjero deberíamos
mostrar un perro con una sombrilla que diga que no con la cabeza y una pegatina
que rece de nuevo: “Zoy españó, cazi ná”.
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