Los
últimos meses han sido horríbilis
en cuanto a atentados terroristas, no todos de corte islamista. A los 84 muertos
de Niza habría que añadir los más de 250 de Bagdad, otros 80 muertos de Kabul, por citar solo los de
mayor envergadura. Junto a estas masacres situemos en EEUU los sucesos de San
Bernardino y la matanza homófoba de Orlando y varios tiroteos de carácter
racial contra policías. Añadamos finalmente la masacre de Múnich a cargo de un
adolescente perturbado y otros atentados en Alemania y Francia.
Esta mistura mortífera de salafismo y
antecedentes psiquiátricos se ve enriquecida por el contexto hostil propio del
yihadismo, que aprovecha masacres de
dudoso origen para atribuirse su inspiración, con lo que se acrecienta el
ambiente de inseguridad, ya definitivamente instalado en nuestra sociedad, y
que es precisamente el efecto buscado por los extremistas radicales.
Pero cabría preguntarse el motivo por el
cual los perturbados últimamente escogen este modelo de asesinato colectivo
para quitarse de en medio, en lugar de esa intimista horca con una nota póstuma
a los pies. En algunos se ha detectado adicción a videojuegos violentos, y
referentes destructivos no les faltan: no hay más que zapear con un mando a
distancia. Recordemos el caso del copiloto del Airbus de Germanwings, que se
llevó por delante a otros 227 prójimos. No quisiera entrar aquí en el debate de
la proliferación de las armas, pero es un hecho que mientras se pueda adquirir
un Kalashnicov por Internet esta guerra la tenemos perdida. Pretendo más bien
perfilar el asunto de la tendencia violenta del ser humano, puesta de
manifiesto por autores de diferente procedencia científica.
Por ejemplo, Konran
Lorenz, experto en comportamiento animal, afirmaba que existe en nuestra
especie un instinto de lucha responsable
de los actos violentos. Sigmund Freud había definido el instinto de muerte, que orienta el comportamiento hacia la
destrucción y la guerra. De hacerles caso, con eso está todo explicado y no hay
nada que hacer, salvo resignarse a nuestro mortífero destino.
Pero
afortunadamente hay quien piensa que estamos
ante comportamientos aprendidos y no instintivos. Lo que hemos aprendido es en
definitiva una cultura: la cultura de la destrucción. Ashley Muntago en su
libro “La naturaleza de la agresividad humana”,
postula que los hombres no nacen con un carácter agresivo, sino con un
sistema organizado de tendencias hacia el crecimiento y el desarrollo en un
ambiente de comprensión y cooperación. Como psicólogo me adhiero a esta visión
y al convencimiento de que es esa cultura letal la que ha subvertido la
tendencia natural del hombre.
Un impedimento importante para mejorar nuestro
presente es que los cambios culturales y la modificación de entramados de
valores requieren mucho tiempo y a veces una revolución. Puede que sea tarde.
Pensando en un futuro mejor, nuestros descendientes deberían leer más libros y cazar menos Pokémon. Más
realidad y menos virtualidad. Más raciocinio y menos bazofia. Más contacto y
menos aislamiento. Más modelos de vida y
menos de muerte.
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