Hace un par de meses se celebraba con varios actos el centenario del nacimiento de Carlos Callejo, mi progenitor, al que tal vez recuerden todavía haber leído hace cuatro décadas algunos veteranos asiduos de la prensa regional extremeña. La ocasión ha permitido desempolvar fotografías en tono sepia y desmenuzar épocas cuyo recuerdo ya no está en el repertorio de casi ningún mortal de ahora. Tal es el implacable mandato del transcurrir del tiempo, que solo algunos privilegiados pueden permitirse transgredir, hasta el punto de celebrar su propio centenario en vida. Esto ha estado a punto de ocurrir con Ernesto Sábato, que se nos ha ido cuando se preparaba en el mundo de las letras hispanas la fiesta de sus 100 años. Y en Grecia, que ahora ostenta el récord de centenarios cobrando la pensión después de muertos como hubiera hecho el Cid de haber existido entonces Seguridad Social.
Recordemos que en el Paleolítico la esperanza de vida del género humano apenas rozaría los treinta años, y en época medieval yo mismo sería ya un anciano decrépito. Muchas veces he pensado que la cortedad de la vida en tiempos pasados sería un estímulo para darse prisa y realizar pronto todo aquello que llena una existencia, a veces en tiempo récord: Alejandro Magno conquistó medio mundo conocido antes de morir a los 33 años. En nuestros tiempos nos tomamos las cosas con mucha más calma, habiendo retrasado todos los episodios o hitos de la existencia, como la emancipación o la paternidad mucho más allá de su posibilidad biológica. Paralelamente, la creación plena y la autorrealización suelen llegar en edades muy avanzadas. Pero ¿no piensan ustedes que esta circunstancia posibilita también la laxitud de la voluntad? A la máxima de que “todo llega en esta vida” se adhieren cada vez más haraganes que no mueven un dedo, convencidos de que esa vida tan larga les proporcionará tarde o temprano aquellos logros que en siglos pasados se buscaban con ahínco desde la adolescencia. Craso error. Los avances médicos han conseguido alargar la vida solo por un sitio: la vejez. Añoro secretamente un alargamiento intermedio, como una cirugía imposible que restañe experiencias antiguas y gozosas; quisiera haber disfrutado un par de años más de los Reyes Magos o prolongar la edad mágica pero efímera de los amores platónicos. Es más transcendente la calidad de las vivencias que una ancianidad prolongada y superficial. ¿Quién disfruta de la decrepitud? Es bueno vivir pensando que lo que hacemos es lo último, porque lo haremos mejor.
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