Siendo adolescente, cuando contemplaba a mi padre escuchar con embeleso los tangos de Carlos Gardel que emanaban de aquellos viejos vinilos, me peguntaba cómo sería eso de venerar para siempre la música de un muerto. Era claro que mucha debió ser la celebridad y el prestigio del cantante para adornar el recuerdo de sus fans con semejante aureola de eternidad. Eran para mi generación años triunfales de apego a lo real, con poca experiencia todavía en cosas finiquitadas; hablando de música, bastaba con echar un duro en aquellas añoradas máquinas y observar expectante cómo el mecanismo llevaba hasta la aguja el disco seleccionado. Y Lorenzo Santamaría, Luis Eduardo Aute o Serrat se encargaban de extender los acordes que aderezaban y envolvían nuestros sueños de juventud con ese débil apoyo en el giro de un vinilo.
Este fin de semana he realizado un viaje en coche, y el hastío de los noticiarios me ha inducido a echar mano a la guantera para poner un CD de éxitos de los setenta. La primera canción era de Manolo Otero, fallecido hace unos días a una edad temprana según la esperanza de vida actual, y he recordado cuando también teníamos “todo el tiempo del mundo”. La precipitada marcha de Otero es como un aviso de que todo aquel tiempo se ha consumido en gran parte, dejando esparcidos por el camino los conatos de algunos de aquellos sueños juveniles. Pero también escuché canciones emblemáticas de Nino Bravo, de Cecilia y de Juan Camacho, todos ellos muertos en la carretera en plena juventud. Ya el eco de “un beso y una flor”, el “ramito de violetas” o “a ti, mujer” han adquirido irremediablemente el mismo halo de inmortalidad que las desgarradas estrofas de Gardel. Pero el CD seguía su extraño y fúnebre repaso: Miguel Gallardo, a quien contemplé en directo cantar “hoy tengo ganas de ti”, Mari Trini, cuyas canciones usaba un fraile vanguardista para movernos a la reflexión en unos ejercicios espirituales; Bruno Lomas, Basilio, Rocío Jurado, Rocío Dúrcal… todos ellos han muerto sin llegar o sobrepasando muy poco los 60 años, guarismo que algunos tenemos a tiro de piedra, como si el implacable Kronos tuviera un especial interés en pasar pronto esa página del tiempo.
Escuchar la música de un autor desaparecido es como contemplar largamente la fotografía de un antepasado. La nostalgia, que es el color sepia del pensamiento, no llega nunca a disolver los posos de impotencia que ponen de manifiesto esa inmarcesible verdad de que las cosas no tienen vuelta atrás. Tan solo Camilo Sesto parece haberse rebelado contra esta certidumbre, y ha decidido momificarse en vida, desafiante, para tratar de vivir en un mundo que ya pasó.
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