Mis
andanzas laborales se iniciaron, allá por los ya lejanos tiempos de la
Transición, como funcionario de Correos y Telégrafos, cuando estos cuerpos
pertenecían todavía al extinto Ministerio de la Gobernación, que englobaba
también a la Policía Armada y la Guardia Civil; no promulgada la Constitución,
pervivían nomenclaturas anteriores y obligaciones
laborales también hoy extinguidas: jornada de 44 horas semanales con
obligatoriedad de trabajar, por turno, los sábados y los domingos. En una época
sin móviles, fax ni correo electrónico, los telegramas y cartas urgentes no conocían el descanso
semanal, y los ciudadanos, a falta de prensa digital, querían tener su
periódico suscrito (concretamente el Diario “SUR” malagueño) en el buzón
diariamente, incluidos domingos y fiestas de guardar.
He recordado estas peripecias casi en
color sepia conociendo algunas de las medidas que Nicolás Maduro ha instaurado
en Venezuela para fomentar el ahorro energético, a saber, que los empleados
públicos solo trabajen el lunes y el martes, librando los demás días de la
semana, y darles a todos vacaciones de Semana Santa. Son de suponer los efectos
que esta parálisis debe estar provocando en las distintas esferas de la
Administración de aquel país, que tiene racionados hasta los rollos de papel
higiénico y donde los saqueos son crecientes.
Venezuela cumplirá pronto algunos de los
parámetros que se contemplan para un estado fallido. Su absoluta dependencia de
la exportación petrolera y no haber promovido históricamente el fortalecimiento
de otros sectores económicos, son factores que amenazan peligrosamente su
estabilidad si el precio del crudo sigue en los niveles actuales, y parece que
seguirá. Tampoco se comprende que un país superproductor de petróleo no se haya
ocupado de planificar una verdadera política energética, extendiendo la utilización
de fuentes alternativas en su propio territorio, que ahora depende de que
llueva para que la presa del Guri pueda suministrar energía eléctrica a gran
parte del país.
La prolongada sequía (o mejor “pertinaz”, que es como se dice
en las dictaduras) y el cambio climático son la nueva amenaza para un pueblo
que sufre crecientemente las consecuencias de unas políticas a las que se va
todo por la lengua, más centradas en populismos grandilocuentes y programas
oficialistas de radio que en los problemas reales de la gente. Hace unos días
Maduro proclamó entre el regocijo de sus palmeros un incremento salarial del
30% (también para los funcionarios), pero omitió reconocer que la inflación
pasa del 300%, cuando aquí estamos preocupados porque los precios no suben. Yo
creo que al Libertador no le gustaría tomar un café a la luz de las velas en el
siglo XXI en un país al borde de la bancarrota, ni que la moneda que lleva su
nombre valga menos que un centavo de dólar. Simón Bolívar pretendía otra clase
de liberación, seguramente sin presos políticos.La situación devenida en Venezuela, y no solo por factores climáticos y coyunturas globales, no es una buena carta de presentación para ninguna formación política que pretenda extrapolar las bondades bolivarianas a cualquier otra sociedad.
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