La pasada Semana Santa los medios de
comunicación se hacían eco de la muerte anónima en Galicia de un hombre
sepultado en su domicilio entre toneladas de basuras y objetos inservibles.
Padecía el llamado “síndrome de Diógenes”, ese trastorno del comportamiento que
afecta a personas de cierta edad que viven solas y que se caracteriza por el
total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario en el
propio hogar y la acumulación en él de grandes cantidades de desperdicios.
Hasta aquí la noticia no es novedosa, todos hemos conocido algún caso de
personajes que padecen esta alteración conductual (como el famoso Eusebio “el
batería” en Cáceres). Se trata de una
patología psiquiátrica considerada
durante los últimos años un subtipo del trastorno obsesivo compulsivo (TOC)
-comportamientos y rituales repetitivos que afectan de forma significativa la
vida del individuo- y ahora tras recientes investigaciones se ha decidido
incluirlo en el nuevo manual diagnóstico de psiquiatría DSM-5 como trastorno independiente.
Lo verdaderamente increíble de este caso es
que el fallecido era activo en las redes sociales y tenía 3.500 amigos en
Facebook (aunque solo dos personas asistieron a su entierro). Quiero partir de
este dato para incidir en ideas y reflexiones acerca del uso de redes sociales,
quizás ya demasiado recurrentes; pero es un hecho que la soledad y la
incapacidad para la relación social incita a inventar esas amistades que ahora
nos brinda la tecnología. ¿No se ha desvirtuado un término tan genuino y
trascendente como la amistad para ser sustituido por una foto de alguien a
quien en ocasiones no hemos visto jamás? En tiempos de Pío Baroja no existía
Facebook, pero ya dijo clarividentemente que sólo los tontos tienen muchas
amistades. El mayor número de amigos marca el grado máximo en el dinamómetro de
la estupidez.
Es posible que los usuarios de las redes sean conscientes de que la
verdadera amistad es otra cosa, la de “quedar” físicamente, la de charlar
prolongadamente, la de expresar opiniones y sentimientos mirándonos a la cara,
cosa que no posibilita la cibernética. Pero se corre el serio peligro de
banalizar la amistad tradicional y sustituirla inconscientemente por esta nueva
y más cómoda relación a distancia, perdiendo peligrosamente competencia en el
verdadero afecto. Y lo que es peor, fingiendo ser lo que no somos, sabedores de
que nadie vendrá a comprobarlo. Lo que debería ser el complemento de una
verdadera relación de amistad se convierte para muchos en única forma conocida
de apego, donde la soledad poco a poco se va disfrazando con amigos de
mentirijillas.
Y es entonces cuando se comienzan a acumular “amigos” como si
fueran los objetos y trastos que compulsivamente atesora el enfermo de
Diógenes, no desechando a ninguno que haya aceptado su “amistad”. Que no nos
pase como al ciudadano gallego encontrado muerto en casa después de tres días,
que dijo en uno de sus últimos mensajes: "hace ya tanto tiempo que no
abrazo a alguien que ya no sé cómo se hace".
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