jueves, 28 de abril de 2016

Las redes de Diógenes



     La pasada Semana Santa los medios de comunicación se hacían eco de la muerte anónima en Galicia de un hombre sepultado en su domicilio entre toneladas de basuras y objetos inservibles. Padecía el llamado “síndrome de Diógenes”, ese trastorno del comportamiento que afecta a personas de cierta edad que viven solas y que se caracteriza por el total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario en el propio hogar y la acumulación en él de grandes cantidades de desperdicios. Hasta aquí la noticia no es novedosa, todos hemos conocido algún caso de personajes que padecen esta alteración conductual (como el famoso Eusebio “el batería” en Cáceres).  Se trata de una patología psiquiátrica  considerada durante los últimos años un subtipo del trastorno obsesivo compulsivo (TOC) -comportamientos y rituales repetitivos que afectan de forma significativa la vida del individuo- y ahora tras recientes investigaciones se ha decidido incluirlo en el nuevo manual diagnóstico de psiquiatría DSM-5 como trastorno independiente.

   Lo verdaderamente increíble de este caso es que el fallecido era activo en las redes sociales y tenía 3.500 amigos en Facebook (aunque solo dos personas asistieron a su entierro). Quiero partir de este dato para incidir en ideas y reflexiones acerca del uso de redes sociales, quizás ya demasiado recurrentes; pero es un hecho que la soledad y la incapacidad para la relación social incita a inventar esas amistades que ahora nos brinda la tecnología. ¿No se ha desvirtuado un término tan genuino y trascendente como la amistad para ser sustituido por una foto de alguien a quien en ocasiones no hemos visto jamás? En tiempos de Pío Baroja no existía Facebook, pero ya dijo clarividentemente que sólo los tontos tienen muchas amistades. El mayor número de amigos marca el grado máximo en el dinamómetro de la estupidez.

     Es posible que los usuarios de las redes sean conscientes de que la verdadera amistad es otra cosa, la de “quedar” físicamente, la de charlar prolongadamente, la de expresar opiniones y sentimientos mirándonos a la cara, cosa que no posibilita la cibernética. Pero se corre el serio peligro de banalizar la amistad tradicional y sustituirla inconscientemente por esta nueva y más cómoda relación a distancia, perdiendo peligrosamente competencia en el verdadero afecto. Y lo que es peor, fingiendo ser lo que no somos, sabedores de que nadie vendrá a comprobarlo. Lo que debería ser el complemento de una verdadera relación de amistad se convierte para muchos en única forma conocida de apego, donde la soledad poco a poco se va disfrazando con amigos de mentirijillas.
Y es entonces cuando se comienzan a acumular “amigos” como si fueran los objetos y trastos que compulsivamente atesora el enfermo de Diógenes, no desechando a ninguno que haya aceptado su “amistad”. Que no nos pase como al ciudadano gallego encontrado muerto en casa después de tres días, que dijo en uno de sus últimos mensajes: "hace ya tanto tiempo que no abrazo a alguien que ya no sé cómo se hace".

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