jueves, 7 de abril de 2016

Tragedias anónimas



     Todo hecho luctuoso puede ser considerado una tragedia desde el momento en que produce dolor y tristeza: una muerte, un accidente, una grave enfermedad. Pero tendemos a considerar trágico solo aquello que nos atañe directamente; aquellos dramas que no llegan a rozar los perfiles externos de nuestro afecto son “cosas que pasan”, episodios de dolor sórdido y lejano que corresponde ser sufrido por otros allegados ajenos, como si esos sucesos sombríos fueran conjuntos disjuntos con los que no tenemos elementos comunes, según aprendíamos en el colegio, y por tanto no es posible una intersección afectiva que nos conmueva  suficientemente.

     Pienso estas cosas cuando paseo junto a la tapia de un cementerio, donde pudieron salpicarse briznas anónimas de sesos humanos unísonas al estruendo de un infausto pelotón de fusilamiento. Imagino lágrimas, penas y odios. Imagino huérfanos, vidas rotas. O cuando en la carretera paso junto a un ramo de flores de plástico adheridas a un quitamiedos, que alguien renueva cada año no conforme con llevarlas a una tumba, como si desterrando así el olvido quisiera arañar al tiempo y al espacio el último hálito de una vida póstuma. Imagino lutos, procesos depresivos y borrosas renuncias a la vida que han perdido la identidad de un nombre.

     Pero también hay tragedias abortadas que solo quedan en un conato de catástrofe, bordeando como un privilegio las geografías acechantes de la muerte. Hace unos días paseaba yo por las inmediaciones de Cáceres, por ese vergel de la Sierrilla solo distante unos pocos kilómetros del centro (calidad de vida inimaginable para habitantes de otros mastodónticos asfaltos). En el Olivar de los Frailes existe una antigua casa de labranza que yo he alcanzado a ver hace unas décadas en estado ruinoso, solo ocupada por las golondrinas. Hoy, rehabilitada, es un aula de educación ambiental. Junto a la casa hay una profunda alberca siempre con agua verdosa donde aparecen lentamente emergiendo del fondo los carpines rojos como el negativo que se revela en la cubeta de un fotógrafo. Esa poza ahora está protegida por una verja y una rejilla, pero en lo antiguo estaba al aire. Grabada en la pintura del actual armazón metálico leí la siguiente inscripción, que transcribo son su ortografía originaria: “Aqui me cai al agua en el año 1943 con 4 años. Me saco mi ermano que tenia 9 año. Hoy dia 11-1-2005 vivimos los dos. Gracias hermano.”
He imaginado entrecerrando los ojos al niño con esa mueca de terror e impotencia que impide hasta el llanto, tratando vanamente de asirse a la desnuda pared del zonche mientras se hundía y volvía a aparecer emitiendo esos angustiados gorjeos, el idioma del ahogado; y a su hermanito tratando de cogerle la mano mientras resbalaba sin remedio hacia el abismo… Hoy deben tener 82 y 77 años. Pocas veces he deseado tanto que aún viva quien no conozco, y que puedan seguir contando aquel episodio que marcó sus cortas vidas, una tragedia anónima para quienes circulamos por la órbita excéntrica de la indiferencia.

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