Todo hecho luctuoso puede ser considerado
una tragedia desde el momento en que produce dolor y tristeza: una muerte, un
accidente, una grave enfermedad. Pero tendemos a considerar trágico solo
aquello que nos atañe directamente; aquellos dramas que no llegan a rozar los
perfiles externos de nuestro afecto son “cosas que pasan”, episodios de dolor
sórdido y lejano que corresponde ser sufrido por otros allegados ajenos, como
si esos sucesos sombríos fueran conjuntos disjuntos con los que no tenemos
elementos comunes, según aprendíamos en el colegio, y por tanto no es posible
una intersección afectiva que nos conmueva
suficientemente.
Pienso estas cosas cuando paseo junto a la
tapia de un cementerio, donde pudieron salpicarse briznas anónimas de sesos
humanos unísonas al estruendo de un infausto pelotón de fusilamiento. Imagino
lágrimas, penas y odios. Imagino huérfanos, vidas rotas. O cuando en la
carretera paso junto a un ramo de flores de plástico adheridas a un
quitamiedos, que alguien renueva cada año no conforme con llevarlas a una
tumba, como si desterrando así el olvido quisiera arañar al tiempo y al espacio
el último hálito de una vida póstuma. Imagino lutos, procesos depresivos y borrosas
renuncias a la vida que han perdido la identidad de un nombre.

He imaginado entrecerrando los ojos al niño con esa mueca de terror e impotencia que impide hasta el llanto, tratando vanamente de asirse a la desnuda pared del zonche mientras se hundía y volvía a aparecer emitiendo esos angustiados gorjeos, el idioma del ahogado; y a su hermanito tratando de cogerle la mano mientras resbalaba sin remedio hacia el abismo… Hoy deben tener 82 y 77 años. Pocas veces he deseado tanto que aún viva quien no conozco, y que puedan seguir contando aquel episodio que marcó sus cortas vidas, una tragedia anónima para quienes circulamos por la órbita excéntrica de la indiferencia.
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