miércoles, 26 de enero de 2022

Anochece en el Museo

     Aquella tarde me entretuve en exceso intentando recolectar granadas del jardín, cuyas pepitas solía poner mi madre de merienda, aderezadas con vino y azúcar, y así introducir alguna variación en el sempiterno menú vespertino del pan y chocolate. Pero solo era posible coger ya las más altas, inalcanzables para mi menguada estatura, y los frutos, orondos, parecían mirarme desde lo alto con aquella sonrisa rota que dejaba ver sus apetitosas perlas  como rosados y caducos dientes de leche. Decidí emprender el regreso cuando ya oscurecía, accediendo al edificio por el portón que daba a la sala de Prehistoria.


En la penumbra advertí los familiares verracos protohistóricos de granito alineados en el centro como unos toros de Guisando exclusivos, vedados al resto de los mortales y donde montábamos a menudo simulando azarosas y frías cabalgadas; más allá, cráneos prehistóricos humanos dormían en una vitrina su sueño milenario ajenos a todo, con la expresión flemática y desdeñosa que otorgaban sus cuencas vacías y mandíbulas desdentadas. Con recelo miré hacia el pasillo, ya en completa tiniebla, que se perdía en el recodo que conduce al aljibe árabe. Allí estaba la cocina extremeña con sus inexpresivos maniquíes hieráticos, que custodiaban en silencio enseres junto a la lumbre como ociosos guerreros de terracota. La vieja sentada me producía escalofríos al identificarla con los pavorosos cuentos de brujas que asaltaron mi sueño en la todavía cercana primera infancia. Subí al patio de las macetas columpiándome, como siempre, en el arco de hierro que había sobre la barandilla de la escalera, por donde silbaba el viento esquivando los recovecos. Pasé junto a la sala principal con sus vitrinas de polvorienta base piramidal y las paredes atosigadas de viejos y oscuros cuadros. Las palomas gorjeaban cadenciosamente acomodándose para la noche. Y al fin llegué a la entrada de la vivienda, pero nadie contestó al timbre, y recordé entonces que mis padres habían salido a misa a San Mateo.

     En mi incómoda espera junto a la puerta comencé a escuchar un sonido acompasado, como de algo arrastrándose, que provenía de la tenebrosa galería cuadrangular que circundaba el patio en el piso alto, por la parte del desván. De cuando en cuando, un tintineo tenue y extraño, como de una esquila lejana y, de nuevo, el sonido de aquello que se deslizaba lentamente a intervalos, cada vez más cerca. Temblaba, con los ojos inútilmente abiertos. Horrorizado, comencé a distinguir una siniestra figura humana emergiendo de la sombra como un buque fantasma entre la niebla de la galerna. Era la silueta encorvada de Maximiliano Tapia, el conserje octogenario del Museo, arrastrando sus zapatillas, con aquel chaleco marrón (más desvaído en la parte de la espalda) y las llaves colgando del cinto, que buscaba a su gata. “¿Has visto a Perica?”

   A veces pienso que haber pasado la niñez en un museo confiere un cierto apego a lo remoto, una inefable solidaridad con esos olvidados vestigios que fueron compañeros de fatigas en la época también remota donde se forjan indeleblemente las identidades.

 

 

 

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