viernes, 5 de junio de 2015

Pasillo de hospital


     El pasillo de un hospital tiene el hálito sombrío de un patio de presidio, ambos espacios son de ida y vuelta, medidos constantemente por pasos meditabundos ocupados solamente en el futuro corto o medio que nos deparan las paredes interiores del edificio. A fuerza de no mirarlos pero sabiendo que están ahí, terminan por hacerse familiares todos los elementos del pasillo: el cartel de prohibido fumar, la indicación de la salida de emergencia, el pasamanos y esa invitación a una remota travesura infantil inscrita en el cristal de la manguera “rómpase en caso de incendio”, amén de otros avisos pegados en la pared con esparadrapo antialérgico, verdadera panacea doméstica en los centros sanitarios. Como en la cárcel, el hospital representa la condena de la enfermedad con su gradación de penas intermedias que marcarán una fecha de salida. Y el pasillo no deja de ser un esperanzado trayecto hasta la ventana del extremo por donde se anticipa el final del castigo divisando el bullicio y la vida de ese mundo exterior de los sanos y por tanto libres. Pero mientras llega esa hora, otras muchas, largas y planas, caen en el pasillo del hospital, que parece ejercer un diabólico influjo ralentizando de manera exasperante la evolución de las manecillas del reloj en un trabajoso periplo interminable por la esfera. Y el tedio de nuestros pasos repetitivos nos hace mirar estúpidamente las manchas del terrazo del pavimento con esa mirada perdida que, cuando va más allá del suelo, destapa la caja de los pensamientos para que fluyan libres del corsé de la rutina, ahora también detenida.
   El pasillo del hospital es un escape para el duermevela, autopista de meditaciones efímeras y calle principal bajo el sol falso de las luminarias fluorescentes, que es transitada en las horas punta de la visita para ir perdiendo poco a poco su tráfico y sus corros a medida que languidecen los compromisos de familiares y conocidos, como una criba que deja caer la arenilla insulsa del cumplido quedándose finalmente con el pedrusco de la obligación al caer la noche, cuando el silencio acrecienta los lamentos. Entonces, comienzan a asomarse al pasillo los familiares nocturnos con pase, igual que reclutas arrestados en su primera imaginaria. El pasillo es, finalmente, como un viejo tronco que lleva  trabajosamente la savia en forma de batas blancas y verdes, de tarros y goteros, de camillas y bandejas con olor a pescado hervido a las ramas frágiles de las habitaciones, de las que cuelgan sus inquilinos como frutas maduras y enfermas.
El pasillo del hospital huele a asepsia, ese aroma sospechoso formado por la pugna de unos efluvios sobre otros. Los sonidos que emanan de las habitaciones a menudo son lejanos quejidos de procedencia indeterminada y las visiones subrepticias por los quicios de las puertas durante el pateo interminable de pasos perdidos, nos hablan de postración, escayolas y rostros serios, conformando un cúmulo sensorial que hay que tratar de difuminar a la salida, con una profunda inspiración de aire fresco que saluda el reencuentro con la rutina sana de los problemas sanos de todos los días, preferibles en cualquier caso a los paseos interminables por el pasillo del hospital.

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