El pasillo de un hospital tiene
el hálito sombrío de un patio de presidio, ambos espacios son de ida y vuelta,
medidos constantemente por pasos meditabundos ocupados solamente en el futuro
corto o medio que nos deparan las paredes interiores del edificio. A fuerza de
no mirarlos pero sabiendo que están ahí, terminan por hacerse familiares todos
los elementos del pasillo: el cartel de prohibido fumar, la indicación de la
salida de emergencia, el pasamanos y esa invitación a una remota travesura
infantil inscrita en el cristal de la manguera “rómpase en caso de incendio”,
amén de otros avisos pegados en la pared con esparadrapo antialérgico,
verdadera panacea doméstica en los centros sanitarios. Como en la cárcel, el
hospital representa la condena de la enfermedad con su gradación de penas
intermedias que marcarán una fecha de salida. Y el pasillo no deja de ser un
esperanzado trayecto hasta la ventana del extremo por donde se anticipa el
final del castigo divisando el bullicio y la vida de ese mundo exterior de los
sanos y por tanto libres. Pero mientras llega esa hora, otras muchas, largas y
planas, caen en el pasillo del hospital, que parece ejercer un diabólico
influjo ralentizando de manera exasperante la evolución de las manecillas del
reloj en un trabajoso periplo interminable por la esfera. Y el tedio de nuestros
pasos repetitivos nos hace mirar estúpidamente las manchas del terrazo del
pavimento con esa mirada perdida que, cuando va más allá del suelo, destapa la
caja de los pensamientos para que fluyan libres del corsé de la rutina, ahora
también detenida.
El
pasillo del hospital es un escape para el duermevela, autopista de meditaciones
efímeras y calle principal bajo el sol falso de las luminarias fluorescentes,
que es transitada en las horas punta de la visita para ir perdiendo poco a poco
su tráfico y sus corros a medida que languidecen los compromisos de familiares
y conocidos, como una criba que deja caer la arenilla insulsa del cumplido
quedándose finalmente con el pedrusco de la obligación al caer la noche, cuando
el silencio acrecienta los lamentos. Entonces, comienzan a asomarse al pasillo
los familiares nocturnos con pase, igual que reclutas arrestados en su primera
imaginaria. El pasillo es, finalmente, como un viejo tronco que lleva trabajosamente la savia en forma de batas
blancas y verdes, de tarros y goteros, de camillas y bandejas con olor a
pescado hervido a las ramas frágiles de las habitaciones, de las que cuelgan
sus inquilinos como frutas maduras y enfermas.
El pasillo del hospital huele a
asepsia, ese aroma sospechoso formado por la pugna de unos efluvios sobre
otros. Los sonidos que emanan de las habitaciones a menudo son lejanos quejidos
de procedencia indeterminada y las visiones subrepticias por los quicios de las
puertas durante el pateo interminable de pasos perdidos, nos hablan de
postración, escayolas y rostros serios, conformando un cúmulo sensorial que hay
que tratar de difuminar a la salida, con una profunda inspiración de aire
fresco que saluda el reencuentro con la rutina sana de los problemas sanos de
todos los días, preferibles en cualquier caso a los paseos interminables por el
pasillo del hospital.
No hay comentarios :
Publicar un comentario