jueves, 17 de marzo de 2016

Refugiados



     Hasta ahora estábamos acostumbrados a ver, como esas  mudas imágenes de fondo del Telediario a las que no prestamos atención porque acaecen mientras nos servimos la comida, aquellas filas de negros por los caminos polvorientos y abrasados de África con las jirafas al fondo, portando voluminosos hatillos sobre sus cabezas: eran los desertores del infierno de Darfur, en Sudán.
O los damnificados de las luchas tribales entre Tutsis y Hutus. Nada de interés, cosas lejanas de negros, esos parias que no han conocido otra vida desde que nacieron, y en las que Occidente no interviene, igual que cuando un payo ve una pelea entre dos gitanos.
     Pero imaginemos que en este preciso instante, mientras yo escribo esto en la placidez silenciosa de mi hogar y usted lo lee en la cafetería mientras moja un churro en  el café, imaginemos digo, que comienzan a caer bombas haciendo temblar los edificios; que vemos a nuestro vecino, con el que acabamos de comentar el partido del domingo, en la esquina despanzurrado con las vísceras repartidas por  la acera, que nuestra ciudad se ha convertido en un infecto y humeante queso gruyere sin luz ni agua y no existen ya negocios ni organismos oficiales ni bancos.
Y que entonces, en una todavía incrédula regresión hacia las etapas más oscuras de la Humanidad, a usted y a mí no nos queda otro remedio que convertirnos en aquellos parias que se ven abocados a abandonar su extinta casa, su ciudad desaparecida, su mutilada familia y los desvaídos y anacrónicos recuerdos de vivencias felices. Cogemos el dinero que podemos y con nuestros allegados iniciamos ese éxodo incongruente e inverosímil que habla inglés de abogados y funcionarios, de informáticos y arquitectos, de empleados y enfermeros. Como usted y como yo.
     Llegamos a la costa, donde las mafias que trafican con personas nos arrebatan nuestros ahorros por un puesto en una inmunda chalupa donde nos vemos hacinados con los pies introducidos en un nauseabundo chapapote de vómitos, orines y excrementos, en una travesía infausta hacia una vida sin duda mejor (creemos) que la que hemos perdido. Imaginemos que presenciamos cómo un golpe de mar arrebata a un niño de los brazos de su madre para convertirse pronto en un fardo inerte al que los peces devolverán a la playa como un guiñapo irreconocible con las cuencas vacías.

       Al llegar a nuestro ansiado y civilizado destino todavía no somos refugiados porque no tenemos refugio alguno. Alambradas. Las puertas de la libertad están cerradas sin horario de apertura, como esos negocios en quiebra con periódicos en los cristales. Y usted y yo habitaremos una tienda de campaña anegada por el barro; quien dirigía un grupo de cincuenta personas con chaqueta y corbata ahora hará dos horas de cola para rapiñar una botella de leche.

     Cuando salgamos en la tele, seremos el fondo mudo de algún hogar donde  están sirviendo los macarrones. ¿Cómo decían esos versos de Martin Niemöller? Porque ahora han venido a por usted y a por mí.
  

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