Hasta ahora estábamos acostumbrados a ver,
como esas mudas imágenes de fondo del
Telediario a las que no prestamos atención porque acaecen mientras nos servimos
la comida, aquellas filas de negros por los caminos polvorientos y abrasados de
África con las jirafas al fondo, portando voluminosos hatillos sobre sus
cabezas: eran los desertores del infierno de Darfur, en Sudán.
O los
damnificados de las luchas tribales entre Tutsis y Hutus. Nada de interés,
cosas lejanas de negros, esos parias que no han conocido otra vida desde que
nacieron, y en las que Occidente no interviene, igual que cuando un payo ve una
pelea entre dos gitanos.
Pero imaginemos que en este preciso
instante, mientras yo escribo esto en la placidez silenciosa de mi hogar y
usted lo lee en la cafetería mientras moja un churro en el café, imaginemos digo, que comienzan a
caer bombas haciendo temblar los edificios; que vemos a nuestro vecino, con el
que acabamos de comentar el partido del domingo, en la esquina despanzurrado
con las vísceras repartidas por la acera,
que nuestra ciudad se ha convertido en un infecto y humeante queso gruyere sin
luz ni agua y no existen ya negocios ni organismos oficiales ni bancos.
Y que
entonces, en una todavía incrédula regresión hacia las etapas más oscuras de la
Humanidad, a usted y a mí no nos queda otro remedio que convertirnos en
aquellos parias que se ven abocados a abandonar su extinta casa, su ciudad desaparecida,
su mutilada familia y los desvaídos y anacrónicos recuerdos de vivencias
felices. Cogemos el dinero que podemos y con nuestros allegados iniciamos ese
éxodo incongruente e inverosímil que habla inglés de abogados y funcionarios,
de informáticos y arquitectos, de empleados y enfermeros. Como usted y como yo.
Llegamos a la costa, donde las mafias que
trafican con personas nos arrebatan nuestros ahorros por un puesto en una inmunda
chalupa donde nos vemos hacinados con los pies introducidos en un nauseabundo
chapapote de vómitos, orines y excrementos, en una travesía infausta hacia una
vida sin duda mejor (creemos) que la que hemos perdido. Imaginemos que
presenciamos cómo un golpe de mar arrebata a un niño de los brazos de su madre
para convertirse pronto en un fardo inerte al que los peces devolverán a la
playa como un guiñapo irreconocible con las cuencas vacías.
Al llegar a nuestro ansiado y civilizado
destino todavía no somos refugiados porque no tenemos refugio alguno. Alambradas.
Las puertas de la libertad están cerradas sin horario de apertura, como esos negocios
en quiebra con periódicos en los cristales. Y usted y yo habitaremos una tienda
de campaña anegada por el barro; quien dirigía un grupo de cincuenta personas
con chaqueta y corbata ahora hará dos horas de cola para rapiñar una botella de
leche.
Cuando
salgamos en la tele, seremos el fondo mudo de algún hogar donde están sirviendo los macarrones. ¿Cómo decían
esos versos de Martin Niemöller? Porque
ahora han venido a por usted y a por mí.
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