Como algunos de ustedes conocerán, suelo
alternar mis opiniones en esta columna periodística
con otros esporádicos trabajos de
investigación histórica de intención divulgativa publicados en diferentes
revistas de ámbito cultural o científico, constituyendo esta afición por el
pasado una gozosa herencia paterna, aunque no revestida con esa pátina
académica del profesional.
Aparte de la investigación académica, me
satisface que esta afición sea compartida por
cierto número de devotos de la Historia que, con diferente preparación,
acometen sus pequeñas indagaciones y las dan a conocer. Pero mucho ha cambiado
el panorama de la publicación en los últimos tiempos. Los medios editoriales
especializados requieren una cierta calidad en los trabajos para ser
difundidos, así como la observancia de criterios metodológicos y éticos que ya
no están al alcance de todos los pseudoinvestigadores. De ahí que al amparo de
fáciles y gratuitas posibilidades de difusión, hayan ido apareciendo, como
setas en otoño, gran cantidad de auto publicaciones en forma de blogs de
distinto pelaje y calidad donde cada cual se hace de su capa un sayo. El
corta-pega es tónica habitual, así como la ausencia absoluta de citas a los
autores de donde se extraen las informaciones.
Digo esto porque me he encontrado ya más
de una vez párrafos enteros de mis trabajos transportados a alguno de estos
engendros de auto difusión sin la más mínima mención de su autoría. Otros se
molestan algo en modificar alguna fraseología o signos de puntuación para
esconder vanamente su flagrante plagio. Y también tengo que decir que otras de
estas pretensiones caseras de la erudición se conducen con seriedad y
fundamento, citando fuentes y bibliografía.
El plagio, como ese eco errante sin dueño aparente, es un fenómeno que ha
existido siempre. Hay quien dice que en la propia Biblia se contienen episodios
plagiados de otros relatos legendarios, como la figura de Noé y el diluvio, que
consta casi exactamente en la epopeya de Gilgamesh, personaje anterior de la
mitología sumeria.
Pero ciñéndonos a tiempos más actuales, es verdad que pensar
y crear son procesos que requieren cierto esfuerzo, y el deseo de conseguir notoriedad valiéndose
del trabajo de otros puede llegar a ser realmente tentador. Suelen ser legión los autores claramente mediocres que usan las modernas
herramientas para suplir carencias
intelectuales y sus prisas de nombradía sin pisar un archivo y sí pasar horas en
Internet. Se advierten incluso copias de copias donde el resultado final, en el
que cada uno trata de añadir alteraciones que impriman alguna procurada seña de
identidad, se asemeja a aquellos ejercicios iniciáticos de las facultades de
periodismo donde una noticia se iba desvirtuando en su veracidad conforme se
acrecentaba el boca a boca hasta alcanzar
resultados grotescos. A la vista de este panorama, donde para el profano
ya es difícil diferenciar lo que es de pata negra o una vulgar falsificación, veo
irrecuperable aquel viejo concepto de honestidad del que hacían gala nuestros
predecesores en el noble arte de la investigación y la exploración de campo.
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