Cuando se come opíparamente nadie agua la fiesta suscitando la posibilidad de una hambruna. Somos así de olvidadizos, con una interesada desmemoria que tiene un extraño apego a las vacas gordas como si no existieran, acechantes, las antípodas de la realidad inmediata y placentera. Estamos tan ocupados en vivir (cosa que nos lleva todo el día) que pocas veces nos acordamos de la muerte. No hace tanto tiempo –muchos de ustedes lo recordarán- aquellos ejercicios espirituales sin calentamiento previo se ocupaban de sobra del asunto como tema prácticamente monográfico y eran tan duros los mencionados ejercicios que uno salía con la conciencia dolorida y una especie de agujetas en el alma: pecado, fuego, eternidad... son vocablos que al evocarlos todavía engendran una reminiscencia de encogimiento emocional. La adolescencia trajo, no obstante, otros ímpetus y fuegos interiores que relegaron el infierno junto a los Reyes Magos y la cigüeña de París a esa recámara truculenta de la memoria a la que solo le es permitido merodear en los espacios oníricos como lánguida flojera de la consciencia. La muerte viajó también al cajón de los asuntos definitivamente postergados; realmente, al último lugar de la lista como diciendo “no adelantemos acontecimientos”. Tal vez por eso desde el siglo X el calendario ofrece un día al año para rememorar fugazmente este instante postrero de la existencia que parece que solo somos capaces de concebir al verlo reflejado en quienes ya pasaron por ese ignoto trance: los difuntos, sustancia a la que todos tendemos sin desearlo gran cosa, porque no tenemos costumbre de afrontar las preguntas que solo pueden ser contestadas desde la filosofía o los dogmas de la fe. Hoy, primero de noviembre, es momento para la reflexión: habrá un día -y no precisamente lejano- en el que al fin todos seremos iguales y no habrán valido para ello ventajas ni primacías, ni trampas. Cuando hayamos muerto, todos nos convertiremos en “seres queridos”, expresión que, con su dramática carga de eufemismo, es finalmente algo que muchos no lograron en vida. Nuestra tenue morada etérea será solo el recuerdo más o menos acusado de nuestros allegados y deudos, a quienes contemplaremos siempre de frente desde las distintas ultratumbas que ofrecerá una dimensión inconcebible hecha de purgatorios subjetivos: anhelantes al otro lado de la lápida cual espejo de Alicia; desde el lóbrego interior de una urna o desde las aguas donde un día arrojaron nuestras cenizas como una siembra extensiva de diminutas motas de olvido. Estaremos a un tiempo muy cerca y muy lejos, seremos ánimas expectantes en todos los reversos inescrutables de la realidad física, uno espectros tristes que añoran el dulce protagonismo de la vida sin posibilidad de intervenir, como un malabarista que ha perdido las manos sin darle tiempo a ejecutar su mejor número. Hasta que el recuerdo de nuestra existencia comience a desdibujarse y a perder los contornos de sentimiento en los que quedaron aquí. Entonces, perdido el último afecto, mutaremos de nuevo para ser solo un letrero dorado extraviado en la inmensidad quieta del camposanto, un recordatorio con ribete negro, tal vez fotografía arrumbada entre la incómoda estrechez de las páginas de un viejo álbum; un perfecto desconocido para una generación extraña que no fue coetánea de nadie vivo en nuestra época...
La muerte y los difuntos constituyen una materia rodeada de un ancestral misterio y temor (común a todas las culturas) que soslayan y convierten sistemáticamente en tabú algo que es consustancial con la propia vida. No se concibe vida sin muerte y viceversa. Seguramente la convicción de que todos tenemos una fecha ineluctable de caducidad condiciona las formas de descifrar las vivencias en función de si se cree o no que hay algo más allá de esa muralla opaca de la que nunca nadie ha regresado. Recordar a nuestros difuntos es un ejercicio de justicia y de solidaridad porque algún compartiremos su misma sustancia. Y en lo a que a nosotros respecta, hasta llegar a esa línea de meta ineludible tenemos la oportunidad de obrar con rectitud y aprovechamiento para no tener que arrepentirnos en exceso, no sea que finalmente se confirme aquello del infierno.
De mi libro El pez colorao
De mi libro El pez colorao
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