Dicen que los taxistas son unos grandes psicólogos, acostumbrados a tratar a gentes de muy distinta tipología. En efecto, los taxistas han hecho del espejo retrovisor interior todo un observatorio para escrutar gestos, reacciones y miradas, y son hábiles iniciadores de conversaciones adaptables y moldeables a su antojo en función del estilo de sus clientes.
Los peluqueros no deben irles a la zaga como grandes maestros de la psicología popular. En este caso, la posición de dominio físico del peluquero es evidente, desde su elevada perspectiva que les permite contemplar con el más mínimo detalle nuestro indefenso cráneo. Así, han pasado por sus manos hábiles en la tijera y el peine cráneos braquicéfalos y dolicocéfalos. Están hartos de divisar tanto venerables calvas y frentes amplias y despejadas como cabezas cretinas de cabello hirsuto que arranca casi de las cejas. Poseen, si cabe, un mayor conocimiento del cliente para la elección de la conversación precisa. Nos reciben cara a cara, observan nuestros movimientos al despojarnos de la gabardina y nuestro arte en sentarnos en el sillón giratorio, que para mí siempre tendrá una mezcla entre la reminiscencia de juego infantil y el respeto por el sillón del dentista. Las conversaciones del peluquero poseen esa rica dialéctica de ida y vuelta, pues tiene lugar rebotando en el espejo con su firme mirada siempre desde lo alto. Los peluqueros son de los pocos profesionales que en pleno fragor de su hechizo de peine y tijera consiguen hacernos inclinar mansamente la cabeza a su solo requerimiento, como si quisieran que conscientemente divisemos en el suelo nuestros propios mechones como despojos de una batalla en la que siempre saldremos trasquilados. El peluquero calla prudentemente si el cliente no es hablador e inquiere sucintamente sus gustos con comentarios de tanteo que pronto desatan conversaciones comedidas que deben finalizar antes de pasarnos el cepillo por la ropa. La política está vetada, y los temas recurrentes como el tiempo o el fútbol son tratados con la maestría de un orador experimentado. La cotidianeidad de la peluquería la convierte en un centro de análisis de prensa que para sí quisieran muchos gabinetes de asesoramiento, donde las noticias son desmenuzadas y cribadas por el fino tamiz de la calle, en su sentido más antonomástico. El peluquero es, en definitiva, servicial, pero exento de un servilismo que de todas formas sería extraño cuando te viste con un mandilete blanco y maneja herramientas sobre tu cabeza. El peluquero es ese extraño ser que consigue sin aparente esfuerzo que uno asuma como normal que le tomen el pelo siendo visto impunemente desde la calle.
La peluquería (la de caballeros, que es la que frecuento), al igual que la consulta de un psicólogo para el esquizoide, es lugar de paso periódico obligado, salvo aquella gloriosa época en los setenta en la que nuestro cabello podía rozar impunemente los hombros (¡qué tiempos!). Esta cadencia mantenida en las visitas al peluquero durante toda la vida ha formado parte de los hitos con los que conjugamos el paso del tiempo: la alternancia entre las cosas cambiantes, desde la escupidera al secador de pelo. Y los elementos inalterables de la existencia, como el perchero y el ABC.
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