El calendario hace días que dice que ya es otoño, pero por estas latitudes casi siempre hay que esperar a que la climatología, que es quien realmente manda, lo reafirme. El otoño es una época de transiciones con un extraño poso de melancolía; debe ser que este sentimiento acompaña siempre a rituales poco gratificantes, como guardar y ordenar las fotos o vídeos del verano y llevar a cabo ese trasiego en los armarios, donde las bermudas quedarán irremisiblemente soterradas, aflorando triunfantes la pana y los jerseys. Un buen día te das cuenta de que por la mañana es de noche cerrada, merced a ese artificio horario que nos fastidia dos veces al año, pero al parecer beneficioso para el ahorro energético y la productividad, tan en boga en estos tiempos. Pronto los paraguas extenderán también sus plegadas alas, como mariposas que han hibernado en la crisálida del paragüero, en ese ignorado rincón del recibidor.

El otoño lo único bueno quetiene es su brevedad, como transición rauda hacia los amplios dominios invernales que se encargarán de anunciar las luces del Corte Inglés. Pero siempre, aunque las temperaturas bajen, hay motivos para sacar expresiones alusivas, que han permanecido meses guardadas entre bolas de alcanfor mediático. Me refiero a eso del “otoño caliente” que, claro, este año no va a ser una excepción, habiéndose elegido, nada menos que en 20-N, como fecha álgida para marcar todas las transiciones habidas y por haber.
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