El incremento exponencial de ciertos negocios siempre ha sido un test que ofrece las máximas garantías en cuanto a validez y fiabilidad para dar un perfil de lo que se cuece en una sociedad. No sé si recuerdan cuando aparecían como setas video-clubs en la esquina de cualquier barrio. Al parecer era un indicador de bienestar comunitario, donde el acceso a ciertos aparatos electrónicos ya no estaba vedado a una clase determinada; cualquier mortal podía tener un aparato de vídeo y usarlo en las diferentes versiones que posibilitan los distintos niveles educacionales y culturales: bien presenciar en familia una película sin las incomodidades de ir a una sala de cine (horarios, aparcamientos, sala en silencio y penumbra…) o quedar para tomar unas cervezas y ver porno con esa impunidad cómplice y anónima que ofrece un domicilio privado. Aquello fue la ruina de las salas de cine tradicionales, que tuvieron que reconvertirse en mini-cines con multi-películas para sobrevivir las que pudieran.
Pero hete aquí que vino Internet, que hacía ya posible disponer de la misma filmoteca, pero gratis, descargando de por ahí arriba (porque todo se bajaba) los contenidos por los que antes había que pagar. Y a las salas de cine se unieron los vídeo-clubs como integrantes de esos esqueletos que va dejando el progreso en forma de efímeros negocios a reconvertir. Y entonces en muchas de aquellas esquinas apareció de la noche a la mañana una inmobiliaria, y en lugar de carteles de películas eran fotos de pisos, apartamentos, duplex, chalets y fincas rústicas. Esto indicaba el poderío de una sociedad de propietarios cada vez más pudientes que hoy tenían un piso y el año siguiente dos, porque con lo obtenido del alquiler pagaban la hipoteca del otro, que siempre podían vender por un 50% más para comprar otro y… catacrack. Las cuentas de la lechera se jodieron para muchos, que se están comiendo los pisos o dejando que se los coma el banco.
¿Y cuál es el indicador social de nuestras esquinas de hoy? Compro oro. Las inmobiliarias han cedido su vitola de prepotencia y empuje a nuevos chiringuitos, a los que se entra mirando a uno y otro lado para ver si algún conocido está cerca. Envueltos en un pañuelo va la sortija de la abuela y la medalla de la comunión de la niña que ha crecido y ya no se pone. Estamos empeñando nuestros delirios de grandeza y vendiendo aquellas frágiles y precarias haciendas en el monte de piedad de la realidad más atroz, aquella que nos grita que éramos ricos de mentira. Ya lo dijo Cicerón: los prudentes han prevalecido siempre sobre los audaces. Ahora la unidad de medida de nuestros sueños es el quilate.
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