La dependienta de la pastelería, ostentosamente escotada, me entregó mi bamba de nata dejando entrever lo que me pareció un racimo de uvas tatuado ya cerca de lascivas y blanquecinas regiones. En principio recordé mis propios versos (disculpen la petulancia) una vez que imaginé a Gabriel y Galán en el siglo XXI: “Mujeris que no han visto enaguas / con santos pintaos en la teta, / con yerrinos p’al ombligu / y alfileris en la jeta”. Pero me pregunté también, inducido por mi frustrada condición de psicólogo sin ejercicio, qué razones pueden llevar ahora a los jóvenes a semejante pintarrajeo. Porque no solo hablamos de estos sensuales racimitos, ni de breves mariposas en esa también pecaminosa transición de la espalda, que parecen guiar al practicante al lugar exacto para la inyección. Nos referimos a enormes grafitis epidérmicos: inscripciones góticas que llenan todo un antebrazo o monstruos con tres cabezas que abarcan la totalidad de la espalda, como aquellas rosas de los vientos antropomorfas de los mapas medievales.
Parece claro que en el transfondo de un tatuaje descansa secretamente el deseo de adquirir una cierta singularidad para huir del atroz anonimato al que nos someten las masas y los conglomerados humanos, que eliminan por sí mismos cualquier identidad. Muchos jóvenes creen salir de esta alienación con un simple dibujito polícromo. En todo caso (y esto lo saben bien los tatuadotes) el tatuaje refleja la necesidad permanente del hombre de diferenciarse de los demás y distinguirse de este modo de sus congéneres como ser único y distinto. Sin embargo esta práctica a mí me trae más bien evocaciones de presidiario, pues recuerdo cómo tenían los brazos de pintados los aforados de la Legión que traían al calabozo de mi cuartel de Ceuta, en mi obligada época militar.
Bueno, pero las personas evolucionan en sus percepciones de la vida y a los 18 años no se tiene la misma visión social ni las mismas necesidades que a los 50; un tatuaje no es como aquellos papeles pintados del salón que podían despellejarse cada dos años porque se habían pasado de moda. Así como es fácil quitarse un pendiente o un pearcing de la ceja, no sucede lo mismo con el tatuaje. Yo me inquietaría algo si el cirujano que tiene que intervenirme, cuando se aproxima con su cofia verde luce sendas sirenas multicolor en los brazos, o al abogado que me lleva el pleito, como el que no quiere la cosa, le asoma un dragón por el cuello. No sé hasta qué punto la autoafirmación ante las antiguas inseguridades adolescentes de nuestro dentista pueden crear un clima favorable a la extracción de la muela del juicio. Les juro que estoy descolocado.
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