Iba a escribir algo sobre el llamado “síndrome post vacacional”, pero lo único que se me ocurría es que tal trastorno es un camelo inventado para rellenar espacio cada año en los suplementos de prensa de principios de septiembre. La reincorporación al trabajo después de unas vacaciones, con los tiempos que corren, cada vez debe ser más interpretada como un privilegio que como un trauma causante de no sé qué desequilibrios psíquicos, o si no que se lo pregunten a cinco millones de personas que yo me sé, incapaces de experimentar esa complicación del ánimo por imposibilidad manifiesta.
De entre los muchos asuntos acaecidos durante el pasado mes susceptibles de ser comentados en esta columna he elegido una temática compuesta por algunos flashes informativos relacionados con los jóvenes y sus expectativas. Generalizar siempre tiene el riesgo de deformar la realidad, pero ignorar acontecimientos aislados también engendra el peligro de no atajar a tiempo situaciones grotescas que se pueden extender. Me refiero, por ejemplo, a eso del estramonio y otras lindeces. Al parecer ya no es suficiente “calentarse” cada fin de semana con el botellón, la borrachera la ha habido siempre y es una experiencia manida y demasiado “light”. Y si me apuran, “colocarse” con un canutillo tampoco aporta ya nuevas sensaciones. Quienes mueven los hilos de los “mercados” juveniles terminaron introduciendo las drogas sintéticas, de tal forma que ya se puede alucinar consumiendo cómodas pastillitas, siendo muchos los jóvenes que “comen” éxtasis y otros comprimidos al uso. Más: alguien ha ideado cómo emborracharse sin resaca. Sí, también lo he visto este verano. Se trata de unos chupitos humeantes de alcohol sintético que se inhala, y que han empezado a dar en los botellones, como cuando en Carrefour promocionan un nuevo queso. Y ahora el estramonio. No sé a quién se le ha ocurrido que la solución es contratar brigadas para quitar esta planta de los alrededores de los sitios de botellón. Pronto comerán amapolas y habrá que erradicarlas del campo para evitar tentaciones. Pero sigamos: choking game, es decir, apretarse el pescuezo para comprimir la arteria carótida y perder el conocimiento por falta de riego cerebral, y parece que esto mola.
Y pensar que a mi padre no le gustaba que jugara tanto al billar. Convendrán conmigo en que algo está fallando. No sé de qué manera podríamos idear dosis de responsabilidad, pastillas de sensatez o chupitos de cordura sintética. La crisis de valores es mucho más obstinada que la de la deuda soberana. Si nos cargamos aquel divino tesoro que decía Rubén Darío mal nos v a ir.
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