Otra vez. Cuando parecía que en este larguísimo verano habíamos escapado con nota en la lucha contra los incendios forestales, hemos vuelto a recibir la visita fatídica del pirómano de turno, uno de esos trastornados resentidos contra todo, incapaces de dar la cara ni de reclamar de otra manera sus supuestos derechos. La psicopatología distingue claramente entre el piromaniaco, que es un enfermo mental que experimenta placer al contemplar los fuegos causados por él mismo, y el que solo es incendiario por venganza o simplemente por maldad. A este último tipo de individuos, rastreros y repugnantes, que no tienen ni siquiera el atenuante de enfermedad mental, es al que nos enfrentamos año tras año como auténticos terroristas contra nuestro medio ambiente, para los que no parece existir ninguna hoja de ruta.
Grabada está en mi memoria desde edad muy temprana la silueta totémica del Pinajarro y la sierra de Hervás, puerta de entrada hacia las rocosas cumbres de Gredos. Aquellas manchas blancas de la nieve cerca de los riscos más altos y que permanecían muchos meses resistiendo estoicamente los rayos del sol, siendo niño se me antojaban inalcanzables objetivos de excursiones nunca realizadas. Pero por las faldas de la sierra muchas veces he inspirado con fruición el aroma montaraz del brezo y del tomillo. Por aquellos parajes abruptos, donde Extremadura se hace alpina superando los 2.000 metros de altitud, me he remojado en torrentes y chorreras. Entre alisos y retamas he corrido tras alguna mariposa en esta verdadera reserva natural de los lepidópteros, y he buscado sin éxito al mítico parnassius apollo de las cumbres, como si se tratara del “Yeti” de las nieves. Y he visto cambiar las tonalidades de la vegetación que tiñe las laderas con la paleta sabia de las estaciones.
Este fin de semana el humo que ascendía del Pinajarro ha oscurecido el ánimo de los hervasenses como un eclipse maldito y devastador que convierte tras su paso los pinos, brezos, retamas y piornos en un lóbrego paisaje lunar humeante, huérfano de otros aromas que no sean el olor a quemado. Aunque no hayan sido muchas hectáreas y el daño ecológico sea relativo, según dicen, esa mancha negra será una cicatriz permanente que tardará en desaparecer, como las heridas de un accidente en un rostro bonito que devuelve con amargura el espejo. Nuestra riqueza natural es incomparable. Seguimos siendo, como dice Joaquín Araújo, unos privilegiados con 500 árboles por habitante, más del doble que la media nacional. Pero seguimos expuestos, por desgracia, al satanismo de unos bárbaros y depravados que atentan contra lo más preciado que tenemos con una desesperante impunidad. Aquí es cuando echo de menos esos castigos de la ley islámica. Qué ganas tengo de ver a alguno de estos en la cárcel sin medidas de gracia que valgan.
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