La decepción que nos dejó la eliminación en
la carrera para la capitalidad cultural europea 2016 ha derivado en regusto con
el galardón de capital española de la gstronomía para Cáceres en el 2015. Dado el ímpetu que en los últimos
tiempos ha ido adquiriendo el turismo gastronómico, me atrevo a asegurar que
los beneficios de esta designación superarán al hipotético impacto que pudiera
haber tenido el asunto cultural: la cocina está de moda, no hay más que ver la
televisión; y la hostelería hoy día es una fuerza centrífuga que irradia
provechos varios a diversos sectores.


A la vista de todos estos éxitos se me
ocurren algunas reflexiones. Ninguno de estos premios debe hacernos olvidar que
en otros parámetros, precisamente los que afectan a más gente y a nuestro
bienestar, somos los últimos: desempleo, índices de pobreza y renta per cápita.
Es verdad, al parecer, que hemos aprendido a organizarnos para defender lo propio
y es admirable ver a todos esos voluntarios movilizados en defensa de los
intereses de su comarca. También es evidente que dominamos las nuevas
tecnologías y las redes sociales, vehículo de
esos concursos. Hemos sido afortunados en heredar un rico patrimonio con
vestigios históricos, unas tradiciones y un folklore, que además se han sabido
conservar.
Está muy bien rentabilizar el legado de nuestros antepasados, lo que
pasa es que eso tal vez no sea suficiente para salir del furgón de cola. Los
euros de los turistas no solucionan nuestros problemas endémicos. Es preciso y perentorio crear estructuras
que no estaban y partir también de lo nuevo para crecer. Esos flujos de
movilización tenemos que aprender a usarlos para defender lo que todavía no existe.
Innovar, emprender, explorar, transformar… esto nunca se nos ha dado bien y es precisamente
lo que exige el mundo globalizado. Hacen falta otros premios, como el
“ingeniero del año” otorgado al cacereño Cayetano Carbajo, pero, a ser posible,
que no trabaje en Múnich sino en Extremadura.
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