martes, 31 de enero de 2012

Reflexiones sobre el paro

Son estas unas reflexiones sesgadas que provienen de quien no ha pisado jamás una oficina de empleo. Con el panorama actual ya vamos siendo pocos los que nos levantamos cada mañana para iniciar esa rutina de años llena de actos maquinales que nos depositan en nuestro puesto de trabajo como algo irrelevante. Serán cada vez más escasos quienes sabiendo que el sueldo  no faltará a final de mes, puedan afrontar un proyecto de vida acorde con su situación, y pensar en cambiar de coche, dar carrera a sus hijos, realizar viajes soñados e intentar, en definitiva, llegar a la cúspide de aquella pirámide de Abraham Maslow, donde se sitúan las mieles de la autorrealización, inalcanzable paras la mayoría de los mortales.
   Porque estar parado es vegetar permanentemente en el subsuelo de esa pirámide, donde solo se lucha por satisfacer las necesidades básicas. La mera subsistencia convierte en ciencia-ficción cualquier otra tentativa de crecimiento personal. El despertar de un parado, y más si tiene obligaciones familiares, debe ser como esos falsos despertares oníricos que nos introducen en una nueva pesadilla, asomarse a un vacío cotidiano que va recomiendo la autoestima como un alzhéimer progresivo que nos incapacita para recordar hasta quienes somos. Las cuentas de un parado son muy distintas a las del empleado: esto para comer, esto para la luz y el agua, y los calcetines para el mes que viene, o mejor, rescatamos el huevo de zurcirlos de la caja de la costura.
   Y cuando uno ha escuchado hasta la saciedad en la pasada campaña electoral que todo se centrará en el empleo, el empleo y el empleo, ya duda de que esto tenga alguna solución. Porque las cosas de momento no van por ahí. La paralización casi absoluta de la obra pública redunda en paro más galopante al llevar a la quiebra a las empresas del sector. Cercenar las ayudas a viveros de empleo y riqueza, como las energías renovables es empobrecer el futuro. Eliminar las ofertas de empleo trunca las perspectivas de miles de personas que mudan su etiqueta de opositor por la de parado de larga duración. La rebaja y congelación salarial y la austeridad generalizada reduce paralelamente el consumo; si no se consume no se compra y siguiendo la cadena, el de la tienda, al paro; y quien dice tienda, dice también aerolínea, y aquí ya son cuatro mil de golpe. Parece que solo existe una meta irrenunciable: 4,4 de déficit, esos famosos “deberes” de la profesora Merkel, aunque para llegar a esa emblemática cifra debamos pasar por otra: 6 millones de parados, un 26% de desempleo  medio que con seguridad se alcanzarán antes de un año, lo cual implicará un 35% en las regiones del sur.  Ningún cambio normativo que reforme las leyes laborales puede absorber una catástrofe social y económica que va adquiriendo proporciones cercanas a tomar las calles. Me parece que hasta ahora la han cagado todos.

martes, 24 de enero de 2012

Sabañones y cabrillas

     El estado del bienestar, ese fugaz ensueño que parece haberse disipado sin darnos tiempo a disfrutar de él, nos ha hecho asistir, sin embargo, a la desaparición casi definitiva de los estigmas propios de una vida pretérita, huérfana de las comodidades de hogaño. Cuando las crudezas invernales solo eran mitigadas en parte por un solitario brasero de picón y cuando al acostarnos, las sábanas estaban como “meadas” por la humedad, emergían también triunfantes, allá en la cúspide de las orejas, los  sabañones, como rojos e inmarcesibles testigos que anunciaban una prolongada intemperie. Nuestros hijos y nietos no saben lo que pica un sabañón ni lo que rasca la piedra pómez en la roña de las rodillas, desguarnecidas eternamente por aquella moda de las  calzonas pertinaces; ni siquiera saben lo que es una pitera, acostumbrados solo a guerras virtuales libradas en una inofensiva pantallita; es una niñez ausente de la calle, desprovista de las emociones y las huellas tangibles del fuego real.  El desaparecido sabañón, como la viruela, es uno de los exponentes de los cambios operados en el transcurso de una sola generación, en cuyo tránsito fenecieron estilos de vida más primarios -sin conceptos confusos- para irnos incorporando a una apacible complejidad: sin sabañones, pero con prima de riesgo.
   ¿Y qué me dicen de las cabrillas?  Cuando la única calefacción posible era aquel ardoroso foco del brasero, que irradiaba su beneficio debajo de unas faldillas con el termostato cerca de la entrepierna, siempre con la badila a mano cual mando a distancia, las cabrillas constituían el tatuaje opuesto al sufrido sabañón, como mácula delatora de una prolongada deserción de la intemperie. Conocí mujeres tocadas con unas pieles de conejo en las piernas, a modo de carantoñas, para evitar la aparición de cabrillas durante su dilatada exposición al brasero. Lucir cabrillas era síntoma de haber compartido largas horas de asueto, echando firmas con la badila hasta hacer languidecer el rojo corazón del picón ya a la hora de acostarse. Las cabrillas eran, pues,  compañeras inseparables de un rosario de chismes y habladurías al amor cálido emanado desde la alambrera para dilatar ardorosamente las tardes del invierno.
    Sabañones y cabrillas, como aquellas oscuras golondrinas que aprendieron nuestros nombres, según decía Bécquer, seguramente no volverán. Quedarán en el recuerdo adormecido de quienes alcanzamos a ver el panadero en un burro, a los curas con coronilla y a Sofía Loren en plenitud. Sabañones y cabrillas son anacrónicos arquetipos de un ciclo imposible de repetir, por mucho que suframos el paro o la ejecución hipotecaria porque pertenecemos ya a otra órbita. Sabañones y cabrillas son un bagaje caducado en color sepia, absolutamente incompatibles con el Windows Vista y el iPhone 4S.

martes, 17 de enero de 2012

Interinos


     El adelgazamiento de las estructuras de la Administración Pública puesta en marcha por los gobiernos hijos de la gran crisis, afrontado como una dieta salvaje de esas que permiten perder funcionarios en pocos meses para mirarse ufanos en el espejo de Europa, ha hecho aflorar de nuevo aquella figura olvidada del interino, con reminiscencias añejas. Porque no todos los servicios administrativos son susceptibles de ser eliminados de un plumazo con su dotación de personal incluida. La gente sigue enfermando, y los niños y jóvenes continúan necesitando educación de calidad so pena de dirigirnos hacia una sociedad zopenca por mor de la reducción del déficit. De manera que funcionarios o no, alguien debe encargarse de estos servicios esenciales porque la tasa de reposición de enfermos, desgraciadamente, no es del 10% y los niños que van a la escuela son aproximadamente los mismos cada año.
    El interino es, pues, ese ser que, realizando el mismo trabajo, vegeta a la sombra de los funcionarios de carrera en regresión, con cada vez más escasas posibilidades de acceder algún día a un puesto fijo. Los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad son una entelequia para quienes después de superar unas oposiciones con la máxima puntuación, son etiquetados hirientemente como “aprobados sin plaza” para continuar en el pozo de la eventualidad, sin unos planes claros de futuro. El interino hace mucho tiempo que sabe lo que es eso de la movilidad geográfica y funcional, que ahora se quiere implantar en la reforma laboral como una novedad y un gran avance. El interino tiene que tener siempre preparado su hatillo para aterrizar en cualquier localidad, grande o chica, a veces para quince días, donde los gastos ocasionados pueden superar a los ingresos. El interino actual está desenterrando viejos dichos, como aquel “pasar más hambre que un maestro de escuela”. También los interinos saben lo que es la deslocalización laboral, pues se ven abocados a opositar en otras comunidades o, como los médicos afectados crecientemente por la privatización de hospitales, buscar mejores oportunidades en otros países. Es una fuga de talentos propiciada por una política sin perspectiva que mira más la estadística y el ahorro temporal que la tipología de servicio y la calidad futura, porque, como tantas otras, era una gran mentira que no se iba a tocar la educación y la sanidad públicas.
     Los interinos, la mayoría de los cuales siguen formándose y reciclándose con la ilusión de poder merecer algún día un proyecto de vida estable, no son unos vagos, como ha señalado cierta presidenta de comunidad autónoma aquejada de una parálisis facial con sonrisa de muñeco. Los interinos, aprobados pero sin plaza, con vacaciones pero sin sueldo, son un sufrido colectivo a quien se da cada vez menos oportunidades y que merece erradicar de una vez los tópicos injustos que mancillan su ya precaria existencia.

miércoles, 11 de enero de 2012

Salarios

    El tránsito de un año a otro ha estado marcado por un flujo informativo con el salario como protagonista. Es sabido que esta forma de denominar al sueldo de un trabajador viene de la antigua Roma, donde se pagaba en sal –salarium- a los soldados del Imperio. Así, en estos días, y de forma voluntaria, la Casa Real española hacía públicas las asignaciones económicas que perciben sus miembros, circunstancia que ha dado pie a ríos de tinta y comparaciones varias.
   Pero también el Gobierno decidía que no subiría el salario mínimo interprofesional, fijado en 641 euros;  tengamos en cuenta que el IPC ha subido un 2,9%, por lo que esta congenación supone una merma virtual, y en todo caso muchos de los que lean estas líneas no llegarían ni al día 10 con esta cantidad. Por último, el Banco de España obligaba a publicar las remuneraciones de consejeros y altos cargos de las cajas de ahorro ante la alarma causada por los datos económicos conocidos de algunos de estos personajes, cuyas entidades han recibido cuantiosos fondos públicos. Existen cientos de consejeros con un salario superior al del Rey. Se ha conocido, por ejemplo, que en los últimos seis años la remuneración media a consejeros creció un 80%, mientras el beneficio cayó un 27%. Rodrigo Rato, presidente de la fusionada Bankia, percibe unos 3 millones de euros entre retribución fija y variable, todavía lejos de los 4,9 de Botín o los 5,3 de Francisco González, sin contar sus planes de pensiones. Hablando de salarios en sentido prístino y originario del término, como para enterrarlos literalmente en sal, como se hace con los jamones. Aunque las entidades de estos dos últimos presidentes no han recibido ayudas públicas, quedémonos con el dato de que con el sueldo anual de los tres presidentes en salmuera citados podrían contratarse y pagarse cerca de dos mil trabajadores con salario mínimo.
   Más sobre salarios: los empleados públicos tampoco verán incrementado su estipendio, esto unido al aumento de su jornada laboral y a la subida de las retenciones fiscales, hará decrecer también virtualmente su ya castigado potencial económico. Y en cuanto al resto de trabajadores, muchos de los cuales están con su convenio congelado en espera de las reformas laborales, ídem de ídem. En definitiva, habitamos un país de salarios congelados, a excepción de algunos “salados” que han conseguido eludir esta ola invernal. Y esto da pie a afrontar una reflexión continua acerca de la proporcionalidad de las medidas que se toman para aminorar unos desequilibrios que producen empobrecimiento de grandes masas ciudadanas. La subida de impuestos y retenciones, por muy proporcionales que sean, recaen siempre en los mismos conjuntos de asalariados. Si se mantienen estas desproporciones seguiremos teniendo la percepción de que no existe un sacrificio colectivo para salir del atolladero. Nos engaña un gobierno de izquierdas que hace políticas de derechas, de la misma forma que uno de derechas que toma decisiones contrarias a lo que prometieron a sus votantes. O todos moros o todos cristianos, de lo contrario la picaresca y el fraude campearán por saecula saeculorum, y la clase política cada vez será mças un problema en las encuestas.

Reuniones familiares

     En los tiempos que nos ha tocado vivir, donde el individualismo y la falta de comunicación son los mayores aliados de la desestructuración, no solo de las familias, sino de cualquier grupo humano de relación, se han hecho muy escasas las oportunidades de ejercer aquella vieja práctica de las tertulias multigeneracionales, que tenían lugar con la excusa de alguna comida o cena de celebración: cumpleaños, aniversarios y muy especialmente la Navidad. Durante mucho tiempo fuimos esos incómodos asistentes, que bajo la denominación peyorativa de “gente menuda” ocupábamos una zona marginal de la mesa próxima al escape de nuestros juegos, a veces incluso con horario anticipado del yantar para no entorpecer la parafernalia tertuliana de los mayores, donde había sonoras carcajadas, pero a veces también voces y disgustos si entre la proliferación de copas y chupitos, en aquellas interminables sobremesas humeantes, aparecían las temidas conversaciones sobre política, moralidad y costumbres, siempre propicias para un choque de trenes que a veces hacía concluir la reunión como el rosario de la aurora; reconducir la armonía familiar en la siguiente celebración era así un ilusionante reto del que hoy estamos huérfanos por ausencia de oportunidades.
     La nuclearización de las familias, la dispersión de sus miembros por razones de trabajo o residencia y una cierta pereza social por la falta de costumbre que se traduce en  aversión a compartir mantel con familias políticas, tíos, cuñados, primos o sobrinos a los que el tiempo distancia cada vez más, están en la causa de que aquellas macro reuniones de antaño estén desapareciendo del  repertorio de manifestaciones populares, perdiéndose la opción de interaccionar, recordar anécdotas vividas y, en definitiva, enriquecernos de los distintos puntos de vista de las cosas que se dan en un mismo ámbito familiar donde es patente la evolución de los pensamientos, como en la vida misma.
   Añoro las reuniones familiares con todas sus situaciones ancestrales: los chistes y anécdotas repetidas cada año,  manchar el mantel nuevo con la copa de vino, quemar la servilleta con la ceniza del puro y ver la expresión de la anfitriona, escuchar con sonrisa sufrida y falsa a ese pariente estresante que hay en todas las reuniones, los bostezos irreprimibles que señalan la hora de salir a pasear o identificar a quién se escaquea a la hora de recoger la mesa. Son elementos colaterales que envuelven la esencia de una forma de vida que se está perdiendo. Ya ni en las matanzas de los pueblos se comparte mesa con los familiares y allegados, como si se tuviera un estúpido miedo a corresponder afectos. No hablamos ya de ese espíritu de la Navidad que cada vez tiene más detractores, sino de la deriva social hacia el un tipo de ascetismo egoísta que tiene la facultad de desunir.

martes, 10 de enero de 2012

Pureza adulterada

     Estaba viendo en pantalla una colección de espléndidos fotogramas de África, después de abrir uno de esos e-mails que inundan cada mañana nuestro buzón de entrada; estos suelo verlos, no así si tengo la sospecha de que son chistes de Zapatero o remedios contra la calvicie con acento argentino, esos terminan, inéditos, en la papelera. Pues admiraba yo la infinitud de las sabanas, la exuberancia de esos ríos umbríos cuyas riberas se funden con el follaje impenetrable de la selva, esas puestas de sol que recortan la silueta coronada de las jirafas y los ritos mágicos de sus habitantes con instantáneas de danzas watusi, las terroríficas máscaras de los nuba y las majestuosas pinturas de guerra de la tribu mursi, de Etiopía. Estas visiones me postraron en una reflexión profunda sobre la evolución humana y el mantenimiento milagroso de formas de vida cuasi neolíticas, de la que emanaban ideas ya añejas sobre antropología cultural y otras enseñanzas en el color sepia desvaído de la época universitaria: de esto escribo yo en el periódico –pensé-.
   Pero ¡calla!, aquel nativo que rema frenéticamente por el río Zambeze en su rústica canoa ¿no lleva puesta una camiseta del Barça? Y, ¡anda!, si entre los danzadores con un enorme plato en el labio inferior hay uno que adorna el agujero de su oreja con un teléfono móvil, a modo de manos libres mientras salta… ¡y en aquel otro grupo de guerreros himba hay uno que no porta una lanza, sino un flamante Kalashnikov! Se me fastidió el artículo.
   Así que mis reflexiones han girado ciento ochenta grados. Ahora es la globalización (que todavía no sonaba en mi época de estudiante) la que ensombrece la intención de mis musas. Ahora las novelas de Julio Verne leídas en la adolescencia me parecen más ciencia-ficción que nunca, pero en el fondo me alegro de que este gran autor viviera en el siglo XIX. ¿Qué pintaría en la actualidad, donde todos los rincones del mundo no solo están descubiertos sino alienados y desvirtuados por la civilización hasta extremos grotescos? ¿Qué romanticismo hay en el nativo de una apartada tribu africana que inhala pegamento? ¿Qué sentido tendría para Amundsen la búsqueda del polo sabiendo que hay submarinos nucleares capaces de llegar en horas? ¿Y el descubrimiento de las Fuentes del Nilo, cuando pueden verse en casa con el Google Earth?
   Me adhiero a quienes hacen abstracción del progreso para valorar en su justa medida los méritos de nuestros antepasados, que habitaron una Tierra realmente virgen. Admiro a quienes organizan expediciones al polo con perros, se adentran en la selva “a pelo”o escalan ochomiles sin oxígeno. Tanta globalización y tanto progreso termina por asquearme cuando queda patente la desaparición de lo auténtico. ¿Que quién me gustaría ser? El doctor Livingstone, supongo.

Los galis de Siruela

      A quienes de una u otra forma se han introducido en los estudios históricos de la antigua Lusitania, germen étnico de la actual Extremadura, les deben resultar familiares las noticias del clásico Estrabón, que hacía referencia en sus escritos a los pueblos ante romanos asentados en nuestras comarcas: además de lusitanos, los vettones en las sierras de la Vera, los arragones en el valle del río Árrago, arévacos en el confín salmantino o los titos al sur, todos ellos de origen céltico. Pero son menos conocidas las crónicas del geógrafo y astrónomo griego Pitheas, que hacia el año 330 a. de C. recorrió estas tierras mencionando a otros pueblos como los cynetes, los cempsos, los saefes y los galis, todos ellos muy localizados y poco dados a abandonar sus ancestrales asentamientos. Sin embargo encontramos una curiosa excepción en el caso de los galis, que se situaban en la parte oriental lusitana coincidiendo con la actual comarca de Siruela. “Los galis –decía el griego Pitheas- son alegres e inquietos y acostumbran a desplazarse a otras tierras cruzando ríos y montañas con sus mujeres”. A este respecto, está documentada una incursión de los galis hacia el noroeste  y su asentamiento temporal en la comarca de los Barruecos, cerca de Malpartida de Cáceres. Parece que el origen de este espíritu viajero hay que situarlo en la ascendencia tartésica de esta tribu, muy dada por tanto a buscar nuevas rutas para dar salida al comercio.
   No he encontrado en mis lecturas un dato más esclarecedor de este turismo de interior en épocas tan remotas y es un verdadero ejemplo que podríamos extrapolar a los tiempos contemporáneos. Porque ¿conocemos realmente Extremadura, es decir, nuestro país como gustan decir en otras Comunidades? Acabamos de pasar un puente de San José, estamos en puertas de la Semana Santa y al cabo del año habrá cuatro o cinco oportunidades de hacer una escapada al estilo de los galis. Hay extremeños que se jactan de haber paseado por los Campos Elíseos parisinos y no conocen las Hurdes. En las agencias de viajes estos días hay colas para volar a Cancún y al Caribe y muchas de esas personas jamás han estado en la campiña sur extremeña, en el Campo Arañuelo o en las dehesas de Tentudía. Conocemos las fallas de Valencia, pero no las Candelas de Almendralejo, el Pero-Palo o las Carantoñas de Acehúche. Ansiamos desplazarnos alguna vez a los Sanfermines sin haber visto antes el toro de Coria o las capeas de Segura de León.  Hay paisanos nuestros entendidos en pizzas y pastas de todas clases que no han probado en su vida una chanfaina, unas tencas o unas migas extremeñas como es debido. Da la impresión de que seguimos siendo tributarios de aquella inercia de hace décadas en virtud de la cual lo mejor era lo “de fuera”. No somos conscientes de que habitamos un territorio con paraísos como el Valle del Jerte, las Villuercas, los Ibores o Monfrague, que es la envidia de muchos europeos. Tenemos la suerte de poseer unas tradiciones rurales variadísimas que se concretan en interesantes vestigios históricos, una rica gastronomía y unas rutas naturales bellísimas. Si queremos ir a Santiago, ¿porqué demonios viajar a Roncesvalles si podemos partir de casa por la Vía de la Plata? Cuando en todos los confines de esta piel de toro están reivindicando sus raíces, sus culturas y sus lenguas vernáculas, los extremeños deberíamos implicarnos un poco más en conocernos más a nosotros mismos para ser conscientes a un tiempo de nuestra identidad y diversidad. El intercambio nos enriquece y nos reafirma como pueblo. No estoy en contra de que tratemos de conocer el mundo donde vivimos, pero no por ello hay que olvidar nuestros alrededores, donde interactuamos y crecemos integralmente, que en definitiva es la realidad más inmediata. Vayamos de lo particular a lo general y viajemos por Lusitania, como los galis de Siruela.