A quienes de una u otra forma se han introducido en los estudios históricos de la antigua Lusitania, germen étnico de la actual Extremadura, les deben resultar familiares las noticias del clásico Estrabón, que hacía referencia en sus escritos a los pueblos ante romanos asentados en nuestras comarcas: además de lusitanos, los vettones en las sierras de la Vera, los arragones en el valle del río Árrago, arévacos en el confín salmantino o los titos al sur, todos ellos de origen céltico. Pero son menos conocidas las crónicas del geógrafo y astrónomo griego Pitheas, que hacia el año 330 a . de C. recorrió estas tierras mencionando a otros pueblos como los cynetes, los cempsos, los saefes y los galis, todos ellos muy localizados y poco dados a abandonar sus ancestrales asentamientos. Sin embargo encontramos una curiosa excepción en el caso de los galis, que se situaban en la parte oriental lusitana coincidiendo con la actual comarca de Siruela. “Los galis –decía el griego Pitheas- son alegres e inquietos y acostumbran a desplazarse a otras tierras cruzando ríos y montañas con sus mujeres”. A este respecto, está documentada una incursión de los galis hacia el noroeste y su asentamiento temporal en la comarca de los Barruecos, cerca de Malpartida de Cáceres. Parece que el origen de este espíritu viajero hay que situarlo en la ascendencia tartésica de esta tribu, muy dada por tanto a buscar nuevas rutas para dar salida al comercio.
No he encontrado en mis lecturas un dato más esclarecedor de este turismo de interior en épocas tan remotas y es un verdadero ejemplo que podríamos extrapolar a los tiempos contemporáneos. Porque ¿conocemos realmente Extremadura, es decir, nuestro país como gustan decir en otras Comunidades? Acabamos de pasar un puente de San José, estamos en puertas de la Semana Santa y al cabo del año habrá cuatro o cinco oportunidades de hacer una escapada al estilo de los galis. Hay extremeños que se jactan de haber paseado por los Campos Elíseos parisinos y no conocen las Hurdes. En las agencias de viajes estos días hay colas para volar a Cancún y al Caribe y muchas de esas personas jamás han estado en la campiña sur extremeña, en el Campo Arañuelo o en las dehesas de Tentudía. Conocemos las fallas de Valencia, pero no las Candelas de Almendralejo, el Pero-Palo o las Carantoñas de Acehúche. Ansiamos desplazarnos alguna vez a los Sanfermines sin haber visto antes el toro de Coria o las capeas de Segura de León. Hay paisanos nuestros entendidos en pizzas y pastas de todas clases que no han probado en su vida una chanfaina, unas tencas o unas migas extremeñas como es debido. Da la impresión de que seguimos siendo tributarios de aquella inercia de hace décadas en virtud de la cual lo mejor era lo “de fuera”. No somos conscientes de que habitamos un territorio con paraísos como el Valle del Jerte, las Villuercas, los Ibores o Monfrague, que es la envidia de muchos europeos. Tenemos la suerte de poseer unas tradiciones rurales variadísimas que se concretan en interesantes vestigios históricos, una rica gastronomía y unas rutas naturales bellísimas. Si queremos ir a Santiago, ¿porqué demonios viajar a Roncesvalles si podemos partir de casa por la Vía de la Plata? Cuando en todos los confines de esta piel de toro están reivindicando sus raíces, sus culturas y sus lenguas vernáculas, los extremeños deberíamos implicarnos un poco más en conocernos más a nosotros mismos para ser conscientes a un tiempo de nuestra identidad y diversidad. El intercambio nos enriquece y nos reafirma como pueblo. No estoy en contra de que tratemos de conocer el mundo donde vivimos, pero no por ello hay que olvidar nuestros alrededores, donde interactuamos y crecemos integralmente, que en definitiva es la realidad más inmediata. Vayamos de lo particular a lo general y viajemos por Lusitania, como los galis de Siruela.
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