El estado del bienestar, ese fugaz ensueño que parece haberse disipado sin darnos tiempo a disfrutar de él, nos ha hecho asistir, sin embargo, a la desaparición casi definitiva de los estigmas propios de una vida pretérita, huérfana de las comodidades de hogaño. Cuando las crudezas invernales solo eran mitigadas en parte por un solitario brasero de picón y cuando al acostarnos, las sábanas estaban como “meadas” por la humedad, emergían también triunfantes, allá en la cúspide de las orejas, los sabañones, como rojos e inmarcesibles testigos que anunciaban una prolongada intemperie. Nuestros hijos y nietos no saben lo que pica un sabañón ni lo que rasca la piedra pómez en la roña de las rodillas, desguarnecidas eternamente por aquella moda de las calzonas pertinaces; ni siquiera saben lo que es una pitera, acostumbrados solo a guerras virtuales libradas en una inofensiva pantallita; es una niñez ausente de la calle, desprovista de las emociones y las huellas tangibles del fuego real. El desaparecido sabañón, como la viruela, es uno de los exponentes de los cambios operados en el transcurso de una sola generación, en cuyo tránsito fenecieron estilos de vida más primarios -sin conceptos confusos- para irnos incorporando a una apacible complejidad: sin sabañones, pero con prima de riesgo.
¿Y qué me dicen de las cabrillas? Cuando la única calefacción posible era aquel ardoroso foco del brasero, que irradiaba su beneficio debajo de unas faldillas con el termostato cerca de la entrepierna, siempre con la badila a mano cual mando a distancia, las cabrillas constituían el tatuaje opuesto al sufrido sabañón, como mácula delatora de una prolongada deserción de la intemperie. Conocí mujeres tocadas con unas pieles de conejo en las piernas, a modo de carantoñas, para evitar la aparición de cabrillas durante su dilatada exposición al brasero. Lucir cabrillas era síntoma de haber compartido largas horas de asueto, echando firmas con la badila hasta hacer languidecer el rojo corazón del picón ya a la hora de acostarse. Las cabrillas eran, pues, compañeras inseparables de un rosario de chismes y habladurías al amor cálido emanado desde la alambrera para dilatar ardorosamente las tardes del invierno.
Sabañones y cabrillas, como aquellas oscuras golondrinas que aprendieron nuestros nombres, según decía Bécquer, seguramente no volverán. Quedarán en el recuerdo adormecido de quienes alcanzamos a ver el panadero en un burro, a los curas con coronilla y a Sofía Loren en plenitud. Sabañones y cabrillas son anacrónicos arquetipos de un ciclo imposible de repetir, por mucho que suframos el paro o la ejecución hipotecaria porque pertenecemos ya a otra órbita. Sabañones y cabrillas son un bagaje caducado en color sepia, absolutamente incompatibles con el Windows Vista y el iPhone 4S.
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