El desmoronamiento de la imagen del responsable en todos y cada uno de sus niveles es un hecho constatable y del que no hay que echar la culpa a la crisis. Hubo un tiempo en el que los distintos estadíos de mando estuvieron recubiertos con un halo de respeto e integridad, como atributos insustituibles para la correcta marcha de los diferentes cometidos que a sus titulares les era dado acometer. Es un recurso fácil atribuir al miedo el afán cumplidor de las gentes, porque también es tentador asociar autoritarismo y obediencia; pero no en todos los casos este respeto venía dado por un poder coercitivo incontestable. Todos hemos conocido maestros y profesores que se hacían venerar no por el uso de ninguna vara lesiva para los muslos, sino por un singular uso de la mesura, la justicia y el saber. O mandos intermedios en las empresas y la Administración Pública dotados de la racionalidad necesaria para evitar conflictos en sus centros de trabajo porque anteponían el diálogo y el conocimiento de la casuística laboral a cualquier otro espurio interés personal de trepar por los escalafones.
Cuando el más alto mandatario del Estado arruina su ejemplaridad marchándose a cazar elefantes invitado por un jeque en el momento en que su país está a punto de ser intervenido, o cuando el mismo presidente del Tribunal Supremo usa su cargo para dilapidar asignaciones públicas en oscuros viajes de placer, ¿qué podemos esperar del jefecillo de turno perdido en cualquier empresa?
Pero, con todo, el agonizante capitalismo al que asistimos no cabe duda de que se perfila como uno de los orígenes de esta pérdida de credibilidad del jefe en su sentido más antonomástico. El fin social de cualquier empresa –ya venda productos o servicios-está siendo eclipsado por el objetivo primordial de ganar dinero (o de evitar perderlo, que ahora se lleva mucho) y se produce en cascada el fenómeno de situar en cada punto de la cadena de mando a la persona más adecuada para ese fin economicista último, con independencia de sus capacidades humanas o su preparación para el trato con sus equipos. Afortunadamente sigue habiendo jefes íntegros, pero es demasiado frecuente el caso de personas aupadas a puestos de alguna responsabilidad con muy dudosos principios de igualdad, mérito o capacidad, ni otros atributos que los teóricos del liderazgo apuntan como deseables. De esta forma muchos directivos se han enriquecido escandalosamente, pero han contribuido a dejar su empresa en bancarrota, al faltar otras calidades emocionales no sujetas al dinero, y no hace falta citar ejemplos. Recuerdo que cuando estudiaba psicología industrial, allá en mis años mozos, Edgar Schein denominaba “modelo racional-económico” a esta práctica empresarial que considera al dinero como único incentivo motivante, olvidando que el jefe debe ofrecer ante todo un modelo y animar a los demás a actuar, pero apuntando al corazón, sabiendo escuchar, y no haciendo valer solo su cargo de forma policial para reafirmar una autoridad light que no ha sido capaz de ganarse de otra forma.
)Publicado en "HOY", 29 de mayo 2012)
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