Cáceres se muere, según rezan carteles en forma de esquelas situadas en las puertas de los establecimientos comerciales del centro de la ciudad. Puede ser una metáfora acertada. Una ciudad puede morir poco a poco cuando vuela la ilusión de ser sede de un evento cultural internacional donde se habían depositado –tal vez- demasiadas esperanzas o cuando se desvanecen en la nada iniciativas de infraestructuras aéreas. Cuando los proyectos de grandes centros comerciales son sustituidos por mercadillos de barrio, cuando desaparecen de su estación centenarias líneas de ferrocarril o centros militares, cuando no hay parkings y los pensionistas ven esfumarse el autobús de su barrio, cuando asistimos al cierre de piscinas públicas y los deprimentes desfiles callejeros de carnaval van recordando cada año al pueblo que fuimos... algo se muere, ciertamente.
Además de todo esto se ha apagado para siempre la voz que acompañó a los cacereños durante los domingos de muchas décadas para ayudar a construir la idea de ciudad quimérica con el optimismo y la pasión de también, quizás, quiméricos éxitos deportivos. En aquel Cáceres donde el centro neurálgico todavía era la Plaza Mayor (con palmeras), durante mucho tiempo Tomás Pérez fue para mí “la voz”, como también dijeron de Frank Sinatra. Una voz idealizada a la que tardé en ponerle rostro; pero no hacía falta, porque constituía el placentero sonido de fondo de toda una parafernalia que se iniciaba comprando las pipas cada domingo en el carrillo de “la Quica”; la voz que me acompañaba a la Ciudad Deportiva tras el barrizal del Rodeo, aquel campo de tierra, el marcador simultáneo, el olor a humo de “Farias”. Los banquillos (banquillos de verdad, de madera con cuatro patas) donde se sentaba Camilo Liz o Ángel Humarán. Por algún sitio, como el cuco que expande su canto sin mostrar nunca su cobijo, estaba el dueño de aquella voz encendida y cálida, ávida siempre de llevar a los oyentes radiofónicos el esperado estallido de “¡Goooooool del Cacereño! Podía ser su autor Borrell, Asenjo, Balciscueta, Mori, Manolo o tantos otros jugadores que a lo largo de los años se enfundaron la heroica elástica verde. Si el equipo jugaba fuera, también tengo el recuerdo de sus narraciones, muchas veces resonando entre encinas con el regusto dominguero de la tortilla de patatas, con el transistor al lado de la caña de pescar. La voz de Tomás Pérez contagiaba el entusiasmo, pero también la indignación de las decisiones arbitrales negativas, los penaltis en contra, las expulsiones... no como esos comentaristas sosos e “imparciales” que más parecen corresponsales de guerra apátridas desplazados a narrar una lejana contienda. No. Tomás Pérez era uno de los nuestros infiltrado en campo rival, y con su voz vibramos y sufrimos los avatares del deporte en una población que, durante lustros, creía transitar de pueblo a ciudad.
Con la marcha de Tomás Pérez, a Cáceres, amén de otras cosas, se le ha ido también la voz, como esos viejos aparatos de radio que requieren ser golpeados a intervalos para que funcionen. En algún lugar debe existir un coro celestial que aglutine todas “las voces” que dejaron de resonar aquí: Frank Sinatra, Lucio Dalla, Donna Summer… pero también las de José Luis Pecker, Matías Prats, Andrés Montes; y Tomás Pérez, que interrumpirá eternamente las conexiones para seguir cantando: ¡Gooooool del Cacereño!
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