miércoles, 21 de diciembre de 2011

Lotería


     Mañana, el soniquete característico de los niños del colegio de San Ildefonso volverá a ser, un año más, la música de fondo del café con churros en el bar de la esquina, esa banda sonora de ilusiones lejanas que ameniza la cola de la carnicería. El sorteo de lotería de Navidad con toda su parafernalia de estribillos y vueltas de bombos, para todos es evocación universal del inicio de vacaciones escolares y preludio de unas  sensaciones imperecederas que comenzaban con el sabor del mazapán y concluían con la visión de los regalos junto al zapato,  no importa que fuera un triciclo o una simple culebrilla de harina con anises en una cajita de cartón: habían venido los Reyes, y basta. También esto era una lotería aceptada como capricho del destino.
    Las colas ante la administración de doña Manolita, esa Meca facilitadora de paraísos sin hipoteca,  son desde hace más de un mes como una peregrinación multirracial de toda condición: desde inmigrantes, parados y desahuciados que portan una imagen de San Pancracio o que frotarán luego el décimo conseguido en la imagen de San Judas Tadeo para ver si por fin los saca de ignominia, hasta personas acomodadas que anhelan todavía más volumen financiero porque están hechas a un estilo de vida que puede peligrar si vienen mal dadas en el futuro. Porque la universalidad de este sorteo perfila una lotería para pobres y otra para ricos: la suerte, como la Justicia, tiene una venda en los ojos y no entiende de escalafones sociales. Ahí tenemos a Carlos Fabra, a quien tocó la lotería nueve veces en diez años por un total de casi tres millones de euros, periodo durante el cual la declaración de la renta le salió a devolver. Qué suerte tienen algunos.
     Ahora que tener un sueldo no es una garantía para nadie, ni para un funcionario, porque puedes dejar de tenerlo en cualquier momento, ni se pueden tampoco planificar los últimos años de la vida, ya que la pensión cada vez dará para menos viajes del Imserso, la lotería se erige como un verdadero sistema de reparto, como una Seguridad Social pero a lo bestia. Porque está visto que salir de los apuros poquito a poco se suele hacer demasiado largo, es mejor hacer oposiciones a una solución definitiva que tan solo requiere 20 euros de derechos de examen. Preparemos ya la lista de nuestros números, veamos si nos falta una terminación en 7, cojamos la papeleta de la frutería, no sea que toque, porque ya está aquí el sorteo de Navidad, ya están aquí los niños, escuchen…

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Niebla

Durante estos días en los que el horizonte es engullido por el velo impenetrable de la niebla, es cuando el calendario parece converger con el tiempo que realmente le corresponde, dando fin a esa generosa prórroga otoñal que se ha jugado con veinte grados. Diciembre es por fin el diciembre de verdad, el que despide el año por penaltis entre sones de campanas y aromas de mariscos, el tiempo de los balances e inventarios, la frontera de intenciones nuevas y antesala de esperanzas lejanas. Diciembre es esa barrera psicológica que genera nuevos cómputos para sustituir las fracasadas andanzas de un año en el que nuestra empresa no se levantó, o no conseguimos trabajo, o no adelgazamos o no dejamos de fumar. Y la niebla de diciembre es como la versión meteorológica de ese borrón y cuenta nueva que traerá cuando levante –esperamos siempre- la visión nítida de renovados paisajes iluminados por el ensueño que siempre acompaña a los nuevos ciclos.
     Lo que ocurre es que la pertinaz niebla de este diciembre de 2011 (porque no solo las sequías son pertinaces, como diría el NODO) amenaza con no despejar suficientemente el panorama social y económico que nos espera a la vuelta de navidades. En este momento pienso que las sombras frías que han ido cayendo en forma de datos y cifras a medida que el invierno se adueñaba del almanaque parecen vaticinar un largo y sombrío 2012, como si todos sus días tuvieran algo de bisiestos, pues este es el efecto que producen las realidades patentes de los túneles sin fin y los paisajes quemados cuando se nos habían anunciado ya finales luminosos y brotes verdes. Es difícil que con las políticas restrictivas que sufriremos el desempleo remita; por contra,  es muy probable que el fantasma de una nueva recesión emerja nuevamente de estas nieblas invernales. Las titubeantes bases puestas estos días en Bruselas, caso de ser efectivas a largo plazo, no evitarán la inercia destructiva que venimos padeciendo, como la lengua final de un tsunami que todavía alcanza y anega zonas que se creían a recaudo. Y la cumbre de Durban sobre el cambio climático tampoco servirá para disipar la niebla fétida de los gases venenosos, por lo que seguiremos bajo un invernadero infecto hasta sabe Dios cuándo.
     Como no podemos bajarnos de ese enorme péndulo de Foucault que no sabemos cuándo iniciará su oscilación inversa, mi consejo es que disfrutemos estos días de la niebla física de diciembre, la de verdad, esa que trae envueltos aromas de torreznos y jolgorios de matanzas; la que se disipa con luces de colores y se rasga con sones de villancicos, la que se alza como un visillo a modo de telón dejando ver un belén con Merkel de “caganet”. Las navidades están ahí, disfrutemos en la medida en que podamos porque no está en nuestra mano eliminar ninguna de las nieblas que han caído sobre nosotros como castigo bíblico.
     

martes, 6 de diciembre de 2011

Adiós, "moscosos"

Hoy comienzo valientemente, como lo hacen los alcohólicos en sus terapias de grupo. Me llamo Alfonso Callejo, y soy funcionario. Porque ser funcionario es como un estigma que no se borra ni con la excedencia. Es como un pecado original que no ha conocido jamás el bautismo del reconocimiento social. El empleado público ha tenido que soportar siempre la hiriente sospecha de un acceso irregular a su puesto de trabajo, debiendo escuchar eternamente la murmuración despechada de quienes jamás ganarían unas oposiciones. El funcionario calla prudentemente cada vez que alguien echa en cara la cortedad de una jornada laboral llevadera, convencido de lo inútil que resulta quebrar el estereotipo elevado por Larra a la categoría de axioma inamovible desde aquel rancio “vuelva usted mañana”. El funcionario, al parecer, siempre estará agazapado detrás de una ventanilla, aunque sea profesor, médico, bombero o policía, y no existan ya las ventanillas.
     Mi convocatoria (1976) es preconstitucional, con lo cual todavía debí reconocer aquellos no menos rancios Principios Fundamentales de Movimiento Nacional. Acceder a una plaza de funcionario era motivo de alegría familiar, constituía la solución de “una papeleta” de por vida, el inicio de una ilusionante carrera administrativa donde se reconocían los principios de igualdad, mérito y capacidad, a menudo desde posiciones y sueldos muy modestos. Desde una dignificación salarial  que conocí como funcionario en activo en tiempos de Adolfo Suárez, como pago de una deuda histórica que el franquismo había contraído con este sufrido colectivo, todo han sido pérdidas, porque el sueldo del funcionario siempre fue un elemento ideal de los gobiernos para atemperar cifras macroeconómicas, como la inflación o el déficit público, maquillando desaguisados políticos con la fácil congelación y rebaja de esos emolumentos.
   Ser funcionario hoy no solo es haber perdido poder adquisitivo. Por lo que se ve, es haber cambiado su status por la sospecha de ser causantes de la crisis. Es como ser judío en la época Nazi. Y la verdadera persecución acaba de comenzar. Artur Mas, Esperanza Aguirre y la señora de Cospedal señalan el camino a Rajoy: eliminación de ofertas de empleo público. Eliminación de complementos y rebaja adicional del 3% del ya rebajado sueldo. Ampliación del horario de trabajo. Supresión o disminución de los “moscosos”, única prebenda que se ha podido conseguir en especie a falta de un salario digno. Despido de interinos. Obligatoriedad de presentar la baja médica el primer día y rebaja del sueldo si se tiene gripe más de cuatro días. Lo siguiente, estoy convencido, serán las pagas extras. Esto es lo fácil. Lo difícil, por lo visto, meter mano a los escandalosos fraudes fiscales de las empresas, los sueldos obscenos de altos cargos del sector bancario repescado con nuestros impuestos, el chollo fiscal de las sicavs para los ricos. La Constitución señala que todos los ciudadanos son iguales ante la ley… excepto los funcionarios. El aparato del Estado está cabreando a sus propios engranajes, y eso es peligroso, porque la máquina se puede parar.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

No se retire

“En este momento todos nuestros agentes están ocupados. No se retire. Le atenderemos en breves instantes”.  Y a continuación, la musiquilla ratonera-emblema de la compañía en cuestión, pensada para entretener a clientes no atendidos, pero que realmente sirve para ponerlos de mala leche. “Su llamada continúa en  espera. Uno de nuestros agentes le atenderá lo antes posible”. Y así hasta  mandarlos a la porra definitivamente colgando el teléfono a ver si más tarde están menos ocupados.
   Hay veces que siento un deseo irrefrenable de ver por un agujerito el local donde están todos esos agentes tan ocupados y los esfuerzos que hacen por atendernos lo antes posible.  Hace ya algún tiempo,  conocí a una persona que había sido responsable de una planta de telemarketing en una importante compañía de atención telefónica. Me contaba que un día no se presentó ningún operador a la hora de inicio de la jornada, pues había  un motín en la empresa por las insostenibles condiciones de sus contratos-basura. La solución, poner la grabación: “en estos momentos todos nuestros agentes están ocupados...”, pero en formar una bronca laboral o buscar otro empleo, podríamos añadir. Al parecer, es frecuente el abandono de esos trabajos que por ahorro de márgenes comerciales las empresas ofrecen en condiciones infames a colectivos necesitados, como estudiantes o inmigrantes sudamericanos. Supongo que a ustedes también le habrán contestado alguna vez con voz musical: “buenos días, le atiende Tatiana Nelson, ¿en qué puedo assshudarle?”, que más parece parte de un tango de Carlos Gardel. Otras veces lo que realmente ocurre es que, sin saberlo, estamos hablando directamente con Perú o Colombia, donde estas empresas practican la deslocalización telefónica porque allí los sueldos son la cuarta parte. Cuánta patraña existe detrás de la apariencia solvente de  empresas de servicios dedicadas a ganar dinero en detrimento de la calidad y que hasta invierten en tecnología para que parezca lo contrario. No hablemos ya de los teléfonos automáticos. Una vez me quedé tirado en la carretera y, dentro de mi azaramiento y nerviosismo, porque se hacía de noche, logré encontrar como un tesoro el teléfono de la compañía de seguros; ávido de conversar con mi salvador, que con voz amable me sacara de aquel atolladero, me topé con un “marque o diga uno a uno los números de su póliza; si es accidente, pulse uno, si es avería pulse dos…”   El grado de deshumanización al que hemos llegado con tanto avance tecnológico amenaza con contagiarnos del mismo hieratismo de las máquinas, para dar respuestas clónicas a las situaciones y problemas de la vida. Buenos tiempos aquellos cuando uno improvisaba y construía su propio destino lejos de respuestas estandarizadas y previsibles.

martes, 22 de noviembre de 2011

Depende

Desde aquel famoso cambio de 1982, con los 202 escaños obtenidos por Felipe González han pasado casi treinta años. Para la democracia española, más que joven, adolescente, era preciso desmontar las estructuras franquistas fuertemente enquistadas en el ejército y en los cuerpos de seguridad. La ETA mataba a cien personas al año. Era necesario dotar al país de una red viaria e infraestructuras competitivas, hacía falta remar en la dirección europea, muy lejos aún, y otras muchas cosas, como una dolorosa pero inevitable reconversión industrial. Y para poder hacer con tranquilidad todo aquello debíamos dotarnos de un “rodillo”, y así lo vieron los ciudadanos. Así, aquello del rodillo socialista estuvo en boca de los indignados al uso más por rodillo que por socialista.
     A partir de entonces se han sucedido legislaturas con alternancias que, globalmente, nos han puesto en la órbita de nuestro entorno próximo, con logros sociales impensables desde que conducíamos un 127. Y en el momento presente estamos inmersos en otra coyuntura de cambio, y los electores han considerado que la única forma de poder llevarlo a cabo es dotando al país de un nuevo rodillo, esta vez de color azul. Tenemos unas buenas infraestructuras, la ETA ya no mata y el franquismo es historia. Son otros los asuntos a los que hay que dar la vuelta, cosa que ya no podía hacer el PSOE, y su tiempo ha muerto precisamente un 20-N, la misma fecha en la que enterramos a Franco.
   Ahora bien, si la crisis es como un caballo desbocado que ya no podía manejar su jinete de cejas circunflejas, está por ver si el nuevo lo logrará a base de hincar espuelas o la montura se encabritará aún más. El piloto suicida ha sido sustituido, pero el nuevo comandante tiene ya a las Torres Gemelas en el horizonte con poco margen para variar el rumbo, y los botones que tiene que accionar pueden provocar efectos colaterales.
Puede que dentro de poco, cientos de miles de votantes al rodillo popular contemplen con cara de imbécil que han sido víctimas de fuego amigo, porque a quien se trata de agradar realmente es a Ángela Merkel y a los mercados, caiga quien caiga. Los votantes han dicho “esto hay que arreglarlo” con un cheque en blanco porque falta que se nos diga cómo. Está por ver si en el momento presente es mejor un rodillo que la pluralidad y el consenso. Está por ver cómo se maneja el nuevo presidente con su inglés aznariano en las cumbres europeas y del G-20, donde deberá contestar ya sin leer los papeles que le prepara su equipo, procurando evitar los balbuceos y sonrisas desdentadas. Está por ver hasta dónde el Estado puede asumir el coste de lo conseguido en las últimas tres décadas y a quiénes les tocará la china de retroceder. Demasiadas cosas están por ver. Es como una obra donde hemos cambiado de cuadrilla de albañiles: siempre dicen que todo lo de antes estaba mal hecho, pero a nosotros nos va a costar el doble. O puede que no. Depende, como gusta sentenciar al gallego.

martes, 15 de noviembre de 2011

Slow Down para todos

   Ahora que por prescripción facultativa tengo prohibidas las situaciones generadoras de estrés, me estoy haciendo militante del llamado movimiento Slow Down, que en cristiano no es sino una corriente cultural aparecida en Europa hace algunos años con el fin de intentar calmar las actividades humanas, absolutamente desvirtuadas por las prisas que el mundo moderno imprime a nuestra existencia; por mejor decir, según este movimiento debemos tomar el control del tiempo en lugar de someternos y dejarnos llevar por su tiranía. El Slow Down, por ejemplo, estaría en contra de las situaciones que nos conducen sin remedio a  los establecimientos de “comida rápida”, y a los establecimientos en sí,  para potenciar el disfrute real de compartir una comida como Dios manda con otras personas, con tiempo suficiente para apreciar los sabores en una conversación sosegada olvidada completamente del reloj. Y quien dice comer dice pasear, o cualquier otra actividad que realicemos con gusto porque nos sale de ahí. Se trata de aparcar definitivamente la prisa para disfrutar cada minuto.
     Poner en práctica esta filosofía va mucho más allá de evitar las prisas. Se trata de fortalecer una nueva escala de valores que se basaría en trabajar para vivir, y no como solemos hacer, vivir para trabajar. Esto implica incorporar a nuestro ideario algunas cosas: apreciar la biodiversidad, las formas de vida tradicionales, reivindicar nuestras culturas locales y emplear inteligentemente la tecnología. Justamente todo lo contrario a lo que solemos hacer cotidianamente, porque el montaje globalizado donde vegetamos ya nos marca la ruta a seguir: vivir aceleradamente, tender a que todo funcione 24 horas para perpetuar el consumismo, comprar la ropa de invierno en verano… las empresas potencian la dirección por objetivos “flexibilizando” los horarios, es decir, trabajar más horas de las fijadas en los convenios, en detrimento de la vida familiar, del fomento de la amistad y las actividades dedicadas al ocio. Muchos, por desgracia, basan su vida en ganar mucho dinero para el futuro olvidándose de disfrutar del momento presente, que es el único tiempo real que existe. Los países nórdicos están consiguiendo hacer realidad esta utopía de disfrutar del presente, y no por ello se resiente su productividad, como alguien podría pensar: ahí tenemos a Suecia con empresas como Volvo, Skandia, Ericsson, Ikea, Electrolux o Nokia, donde está mal visto hacer horas extras.
     Pero nosotros, pobrecitos mediterráneos engullidos por la globalización y el mandato empresarial del aquí y ahora, vemos en esto del Slow Down una ciencia ficción que jamás nos liberará del llamado por los psicólogos “síndrome de la felicidad aplazada”, que padecen quienes jamás se detienen a disfrutar de nada en la vida debido a sus muchas obligaciones. Las prisas, además de conducir al estrés, conllevan también un peculiar estilo de vida que propicia otros males como la obesidad, las enfermedades coronarias y el deterioro de la comunicación familiar. Por eso admiro a quienes, independientemente de su ocupación profesional, están en un grupo de teatro, practican senderismo, disfrutan de sus amigos, tocan la flauta y el tamboril, juegan diariamente con sus hijos y se toman la vida con la calma de quien sabe que solo se vive una vez. Ser antisistema también es rebelarse contra todo lo que nos impide que vivamos nuestra propia vida como queremos.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Trenes perdidos

     Los más jóvenes no han conocido el tren Ruta de la Plata, la mítica y desaparecida línea Astorga-Salamanca-Plasencia, que discurría por el mismo corredor usado en tiempos romanos para llegar también a la vieja capital de los astures leoneses.  En aquel viaje no eran precisas revistas para leer, pues el principal entretenimiento lo constituía el paisaje nada más salir de Plasencia. A los ásperos berrocales sucedía pronto la floresta tupida del Valle del Ambroz, cobijada por las moles cercanas de Gredos. Si era verano, las ventanillas abiertas dejaban pasar las fragancias de la vegetación mientras el tren serpenteaba por el Puerto de Béjar accediendo a la Meseta. En 1985 la desidia hizo fenecer esta línea después de casi un siglo, interrumpiéndose aquí por tanto, el tránsito ferroviario de todo el oeste peninsular.
     El mismo camino parece que puede tomar el viejo Lusitania Exprés que une la provincia cacereña con Lisboa a través de la frontera de Valencia de Alcántara, el camino más corto desde Madrid a la capital portuguesa. Esta vez la vecindad con el país luso, que atraviesa por dificultades mayores que las nuestras, nos está perjudicando enormemente, pues tampoco Portugal cumplirá su compromiso de enlazar con el AVE ni ejecutar su parte de autovía que debía unirse con la EX-A-1, de Plasencia a la frontera por Monfortinho.
     Pero la desaparición de ferrocarriles en Extremadura es algo más que un mero borrado de líneas negras en el mapa regional. Es cómodo echar la culpa a Portugal o a la propia crisis económica cuando no se está sabiendo defender lo nuestro. Otro tren hemos perdido dejándonos arrebatar el Eje 16 que nos comunicaría por fin con el corazón de Europa en igualdad de condiciones, en beneficio de otras regiones con más peso que se han llevado el gato y el Eje al agua, a la suya. Y hablando de Europa, un tren más desapareció del horizonte extremeño, esta vez cultural y de progreso con el fiasco de Cáceres 2016, proyecto en el que tantas esperanzas y dineros depositamos. La plataforma logística de Badajoz se aleja o se empequeñece con tantos trenes perdidos, igual que dijimos adiós al aeropuerto de Cáceres. Si hubo unos años en los que Extremadura parecía salir de su secular letargo dibujando una curva ascendente, me está pareciendo que a la evidente pérdida de peso de España en el concierto internacional está acompañando una proporcional pérdida de significación extremeña en la orquesta nacional, donde ni se nos ve ni se nos oye. Seguimos en puestos de descenso, que es lo que hemos mamado desde siempre. Y me preocupa el tono de nuestros gobernantes, entrantes y salientes, con resentimientos y actitudes vengativas. A todas nuestras desgracias puede unirse una mayor que parecía superada: que los comicios autonómicos se hayan planteado el clave de vencedores y vencidos, clima de enfrentamiento cateto y revanchista  muy propicio para seguir en tierra, perdiendo todos los trenes habidos y por haber.

martes, 1 de noviembre de 2011

Sanidad pública

He aquí dos palabras a las que el abuso demagógico despoja de su significado original. Si repetimos monja, monja, monja, acabaremos diciendo jamón.  Los clichés que uno se puede formar al respecto son diversos. Para muchos la sanidad pública es ir al ambulatorio a por recetas; para otros es sinónimo de lista de espera, incluso para algunos es un concepto inédito y vacío porque la identifican con la sanidad de los pobres y los inmigrantes, ya que ellos costean seguros de salud privados y prefieren una consulta con televisión e hilo musical, algo que, ciertamente, es absolutamente respetable.
     Pero de la misma forma que no es lo mismo ojear el folleto de la cueva de Nerja que introducirse en sus entrañas, hay que experimentar el sistema sanitario por dentro para forjarse una idea lo más objetiva posible del servicio  público que tenemos en España para salvaguardar nuestra salud, con sus déficits y carencias, pero también con sus virtudes y singularidades. Recientemente no he tenido más opción, en contra de mi voluntad, que ser usuario de su servicio de urgencias, calibrar la dotación humana y material de una UCI, experimentar la asistencia profesional en una planta y, finalmente, someterme a la experiencia de sus especialistas y cirujanos. Prueba superada ampliamente. Y que conste que otras veces también he sufrido colas o retrasos, pero es bueno que usemos esa balanza conceptual que nos permite separar, como el grano de la paja, lo esencial de lo accesorio. Mi convalecencia me permite más tiempo para informarme en Internet de todo lo relacionado con los marcapasos, artilugio bendito con el que he salido del hospital. No pueden ustedes imaginarse cómo en los foros la gente de  México o Argentina  buscan ofertas en la red para comprar por ahí uno por 7.000 dólares (el sueldo de un año en muchos países) para ver si después se lo pueden poner a su madre en algún hospital que no sea muy caro.
    Yo les digo a ustedes que no sabemos lo que tenemos. Es verdad que el sistema, por su universalidad,  mantiene deudas con proveedores y adolece de capacidad para ser más ágil en la asistencia, y últimamente se están cargando las tintas en estos extremos, tal vez para justificar determinados cambios después, porque no hay dinero para mantenerlo tal como está. Pero el fraude fiscal sigue siendo del 23% del PIB mientras la sanidad representa el 6%. Miren qué cerca están las perras.
   Mientras banqueros sin escrúpulos se van a su casa con los bolsillos llenos,  flota en el ambiente la intención de meterle mano decididamente a este sistema sanitario aduciendo necesidad de recortes para aminorar el déficit, como si  la salud pública tuviera que  ser un negocio. Si hay que volver a las barricadas para evitarlo, allí estaré yo con mi marcapasos.

Ánimas

        Cuando se come opíparamente nadie agua la fiesta suscitando la posibilidad de una hambruna. Somos así de olvidadizos, con una interesada desmemoria que tiene un extraño apego a las vacas gordas como si  no existieran, acechantes, las antípodas de la realidad inmediata y placentera. Estamos tan ocupados en vivir (cosa que nos lleva todo el día) que pocas veces nos acordamos de la muerte. No hace tanto tiempo –muchos de ustedes lo recordarán- aquellos ejercicios espirituales sin calentamiento previo se ocupaban de sobra del asunto como tema prácticamente monográfico y eran tan duros los mencionados ejercicios que uno salía con la conciencia dolorida y una especie de agujetas en el alma: pecado, fuego, eternidad... son vocablos que al evocarlos todavía engendran una reminiscencia de encogimiento emocional. La adolescencia trajo, no obstante, otros ímpetus y fuegos interiores que relegaron el infierno junto a los Reyes Magos y la cigüeña de París a esa recámara truculenta de la memoria a la que solo le es permitido merodear en los espacios oníricos como lánguida flojera  de la consciencia. La muerte viajó también al cajón de los asuntos definitivamente postergados; realmente, al último lugar de la lista como diciendo “no adelantemos acontecimientos”.  Tal vez por eso desde el siglo X el calendario ofrece un día al año para rememorar fugazmente este instante postrero de la existencia que parece que solo somos capaces de concebir al verlo reflejado en quienes ya pasaron por ese ignoto trance: los difuntos, sustancia a la que todos tendemos sin desearlo gran cosa, porque no tenemos costumbre de afrontar las preguntas que solo pueden ser contestadas desde la filosofía o los dogmas de la fe. Hoy, primero de noviembre, es momento para la reflexión: habrá un día -y no precisamente lejano- en el que al fin todos seremos iguales y no habrán valido para ello ventajas ni primacías, ni trampas. Cuando hayamos muerto, todos nos convertiremos en “seres queridos”, expresión que,  con su dramática carga de eufemismo, es finalmente algo que muchos no lograron en vida. Nuestra  tenue morada etérea será solo el recuerdo más o menos acusado de nuestros allegados y deudos, a quienes contemplaremos siempre de frente desde las distintas ultratumbas que ofrecerá una dimensión inconcebible hecha de purgatorios subjetivos: anhelantes al otro lado de la lápida cual espejo de Alicia; desde el lóbrego interior de una urna o desde las aguas donde un día arrojaron nuestras cenizas como una siembra extensiva de diminutas motas de olvido. Estaremos a un tiempo muy cerca y muy lejos, seremos ánimas expectantes en todos los reversos inescrutables de la realidad física, uno espectros tristes que añoran el dulce protagonismo de la vida sin posibilidad de intervenir, como un malabarista que ha perdido las manos sin darle tiempo a ejecutar su mejor número. Hasta que el recuerdo de nuestra existencia comience a desdibujarse y a perder los contornos de sentimiento en los que quedaron aquí. Entonces, perdido el último afecto, mutaremos de nuevo para ser solo  un letrero dorado extraviado en la inmensidad quieta del camposanto,  un recordatorio con ribete negro, tal vez fotografía arrumbada entre la incómoda estrechez de las páginas de un viejo álbum; un perfecto desconocido para una generación extraña que no fue coetánea de nadie vivo en nuestra época...
     La muerte y los difuntos constituyen una materia rodeada de un ancestral misterio y temor (común a todas las culturas) que soslayan y convierten sistemáticamente en tabú algo que es consustancial con la propia vida. No se concibe vida sin muerte y viceversa. Seguramente la convicción de que todos tenemos una fecha ineluctable de caducidad condiciona las formas de descifrar las vivencias en función de si se cree o no que hay algo más allá de esa muralla opaca de la que nunca nadie ha regresado. Recordar a nuestros difuntos es un ejercicio de justicia y de solidaridad porque algún compartiremos su misma sustancia. Y en lo a que a nosotros respecta,  hasta llegar a esa línea de meta ineludible tenemos la oportunidad de obrar con rectitud y aprovechamiento para no tener que arrepentirnos en exceso, no sea que finalmente se confirme aquello del infierno.
De mi libro El pez colorao

viernes, 28 de octubre de 2011

Peluqueros

     Dicen que los taxistas son unos grandes psicólogos, acostumbrados a tratar a gentes de muy distinta tipología. En efecto, los taxistas han hecho del espejo retrovisor interior todo un observatorio para escrutar gestos, reacciones y miradas, y son hábiles iniciadores de conversaciones adaptables y moldeables a su antojo en función del estilo de sus clientes.
   Los peluqueros no deben irles a la zaga como grandes maestros de la psicología popular. En este caso, la posición de dominio físico del peluquero es evidente, desde su elevada perspectiva que les permite contemplar con el más mínimo detalle nuestro indefenso cráneo. Así, han pasado por sus manos hábiles en la tijera y el peine cráneos braquicéfalos y dolicocéfalos. Están hartos de divisar tanto venerables calvas y frentes amplias y despejadas como cabezas cretinas de cabello hirsuto que arranca casi de las cejas. Poseen, si cabe, un mayor conocimiento del cliente para la elección de la conversación precisa. Nos reciben cara a cara, observan nuestros movimientos al despojarnos de la gabardina y nuestro arte en sentarnos en el sillón giratorio, que para mí siempre tendrá una mezcla entre la reminiscencia de juego infantil y el respeto por el sillón del dentista. Las conversaciones del peluquero poseen esa rica dialéctica de ida y vuelta, pues tiene lugar rebotando en el espejo con su firme mirada siempre desde lo alto. Los peluqueros son de los pocos profesionales que en pleno fragor de su hechizo de peine y tijera consiguen hacernos inclinar mansamente la cabeza a su solo requerimiento, como si quisieran que conscientemente divisemos en el suelo nuestros propios mechones como despojos de una batalla en la que siempre saldremos trasquilados. El peluquero calla prudentemente si el cliente no es hablador e inquiere sucintamente sus gustos con comentarios de tanteo que pronto desatan conversaciones comedidas que deben finalizar antes de pasarnos el cepillo por la ropa. La política está vetada, y los temas recurrentes como el tiempo o el fútbol son tratados con la maestría de un orador experimentado. La cotidianeidad de la peluquería la convierte en un centro de análisis de prensa que para sí quisieran muchos gabinetes de asesoramiento, donde las noticias son desmenuzadas y cribadas por el fino tamiz de la calle, en su sentido más antonomástico. El peluquero es, en definitiva, servicial, pero exento de un servilismo que de todas formas sería extraño cuando te viste con un mandilete blanco y maneja herramientas sobre tu cabeza. El peluquero es ese extraño ser que consigue sin aparente esfuerzo que uno asuma como normal que le tomen el pelo siendo visto impunemente desde la calle.
   La peluquería (la de caballeros, que es la que frecuento), al igual que la consulta de un psicólogo para el esquizoide, es lugar de paso periódico obligado, salvo aquella gloriosa época en los setenta en la que nuestro cabello podía rozar impunemente los hombros (¡qué tiempos!). Esta cadencia mantenida en las visitas al peluquero durante toda la vida ha formado parte de los hitos con los que conjugamos el paso del tiempo: la alternancia entre las  cosas cambiantes, desde la escupidera al secador de pelo. Y los elementos inalterables de la existencia, como el perchero y el ABC.

De mi libro El pez colorao

domingo, 23 de octubre de 2011

Compro oro

    El incremento exponencial de ciertos negocios siempre ha sido un test que ofrece las máximas garantías en cuanto a validez y fiabilidad para dar un perfil de lo que se cuece en una sociedad. No sé si recuerdan cuando aparecían como setas video-clubs en la esquina de cualquier barrio. Al parecer era un indicador de bienestar comunitario, donde el acceso a ciertos aparatos electrónicos ya no estaba vedado a una clase determinada; cualquier mortal podía tener un aparato de vídeo y usarlo en las diferentes versiones que posibilitan los distintos niveles educacionales y culturales: bien presenciar en familia una película sin las incomodidades de ir a una sala de cine (horarios, aparcamientos, sala en silencio y penumbra…) o quedar para  tomar unas cervezas y ver porno con esa impunidad cómplice y anónima que ofrece  un domicilio privado. Aquello fue la ruina de las salas de cine tradicionales, que tuvieron que reconvertirse en mini-cines con multi-películas para sobrevivir las que pudieran.
      Pero hete aquí que vino Internet, que hacía ya posible disponer de la misma filmoteca, pero gratis, descargando de por ahí arriba (porque todo se bajaba) los contenidos por los que antes había que pagar. Y a las salas de cine se unieron los vídeo-clubs como integrantes de esos esqueletos que va dejando el progreso en forma de efímeros negocios a reconvertir. Y entonces en muchas de aquellas esquinas  apareció de la noche a la mañana  una inmobiliaria, y en lugar de carteles de películas eran fotos de pisos, apartamentos, duplex, chalets y fincas rústicas. Esto indicaba el poderío de una sociedad de propietarios cada vez más pudientes que hoy tenían un piso y el año siguiente dos, porque con lo obtenido del alquiler pagaban la hipoteca del otro, que siempre podían vender por un 50% más para comprar otro y… catacrack. Las cuentas de la lechera se jodieron para muchos, que se están comiendo los pisos o dejando que se los coma el banco.
     ¿Y cuál es el indicador social de nuestras esquinas de hoy? Compro oro. Las inmobiliarias han cedido su vitola de prepotencia y empuje a nuevos chiringuitos, a los que se entra mirando a uno y otro lado para ver si algún conocido está cerca. Envueltos en un pañuelo va la sortija de la abuela y la medalla de la comunión de la niña que ha crecido y ya no se pone. Estamos empeñando nuestros delirios de grandeza y vendiendo aquellas frágiles y precarias haciendas en el monte de piedad de la realidad más atroz, aquella que nos grita que éramos ricos de mentira. Ya lo dijo Cicerón: los prudentes han prevalecido siempre sobre los audaces. Ahora la unidad de medida de nuestros sueños es el quilate.

Pinajarro

Otra vez. Cuando parecía que en este larguísimo verano habíamos escapado con nota en la lucha contra los incendios forestales, hemos vuelto a recibir la visita fatídica del pirómano de turno, uno de esos trastornados resentidos contra todo, incapaces de dar la cara ni de reclamar de otra manera sus supuestos derechos. La psicopatología distingue claramente entre el piromaniaco, que es un enfermo mental que experimenta placer al contemplar los fuegos causados por él mismo, y el que solo es incendiario por venganza o simplemente por maldad. A este último tipo de individuos, rastreros y repugnantes, que no tienen ni siquiera el atenuante de enfermedad mental, es al que nos enfrentamos año tras año como auténticos terroristas contra nuestro medio ambiente, para los que no parece existir ninguna hoja de ruta.
     Grabada está en mi memoria desde edad muy temprana la silueta totémica del Pinajarro y la sierra de Hervás, puerta de entrada hacia las rocosas cumbres de Gredos. Aquellas manchas blancas de la nieve cerca de los riscos más altos y que permanecían muchos meses resistiendo estoicamente los rayos del sol, siendo niño se me antojaban inalcanzables objetivos de excursiones nunca realizadas. Pero por las faldas de la sierra muchas veces he inspirado con fruición el aroma montaraz del brezo y del tomillo. Por aquellos parajes abruptos, donde Extremadura se hace alpina superando los 2.000 metros de altitud, me he remojado en torrentes y chorreras. Entre alisos y retamas he corrido tras alguna mariposa en esta verdadera reserva natural de los lepidópteros, y he buscado sin éxito al mítico parnassius apollo de las cumbres, como si se tratara del “Yeti” de las nieves. Y he visto cambiar las tonalidades de la vegetación que tiñe las laderas con la paleta sabia de las estaciones.
    Este fin de semana el humo que ascendía del Pinajarro ha oscurecido el ánimo de los hervasenses como un eclipse maldito y devastador que convierte tras su paso los pinos, brezos, retamas y piornos en un lóbrego paisaje lunar humeante, huérfano de otros aromas que no sean el olor a quemado. Aunque no hayan sido muchas hectáreas y el daño ecológico sea relativo, según dicen, esa mancha negra será una cicatriz permanente que tardará en desaparecer, como las heridas de un accidente en un rostro bonito que devuelve con amargura el espejo. Nuestra riqueza natural es incomparable. Seguimos siendo, como dice Joaquín Araújo, unos privilegiados con 500 árboles por habitante, más del doble que la media nacional. Pero seguimos expuestos, por desgracia,  al satanismo de unos bárbaros y depravados que atentan contra lo más preciado que tenemos con una desesperante impunidad. Aquí es cuando echo de menos esos castigos de la ley islámica. Qué ganas tengo de ver a alguno de estos en la cárcel sin medidas de gracia que valgan.

Otoño

El calendario hace días que dice que ya es otoño, pero por estas latitudes casi siempre hay que esperar a que la climatología, que es quien realmente manda,  lo reafirme. El otoño es una época de transiciones con un extraño poso de melancolía; debe ser que este sentimiento acompaña siempre a rituales poco gratificantes, como guardar y ordenar las fotos o vídeos del verano y llevar a cabo ese trasiego en los armarios, donde las bermudas quedarán irremisiblemente soterradas, aflorando triunfantes la pana y los jerseys. Un buen día te das cuenta de que por la mañana es de noche cerrada, merced a ese artificio horario que nos fastidia dos veces al año, pero al parecer beneficioso para el ahorro energético y la productividad, tan en boga en estos tiempos. Pronto los paraguas extenderán también sus plegadas alas, como mariposas que han hibernado en la crisálida del paragüero, en ese ignorado rincón del recibidor.

   En otoño la percepción del paso del tiempo es contradictoria: cuando llevamos tres días trabajando parece que son tres meses. ¡Cuán raudo se asumen las problemáticas, las inercias cansinas y las impertinencias de los jefes!, como si tuviéramos el cuerpo encallecido y hecho a los engorros cotidianos que ni siquiera un largo verano ha sido capaz de hacer resentir. Las fuertes percepciones sensoriales que trae el otoño rompen siempre violentamente con el recuerdo del verano, por si había alguna duda. Así, pronto el aroma de las castañas asadas hará que sea definitivamente historia el regusto jugoso de la sandía. El calcetín coloniza de nuevo triunfante su territorio, relegando a la sandalia al prolongado y oscuro ostracismo del mueble zapatero. Y todos estos sentimientos simultáneos, como síntomas de una enfermedad que llega invariablemente cada año, confirman la certeza de que ya estamos en una estación que se nos antoja decadente: no en vano se ha dado en llamar “otoño de la vida” al periodo de la existencia en el que más de uno vamos entrando, mirando a todos lados para ver en qué consiste. De momento yo me he convencido de que somos seres de pelo caduco, como las tópicas hojas que caracterizan al otoño, y que los poetas y los cineastas se empeñan en hacer protagonistas.
   El otoño lo único bueno quetiene es su brevedad, como transición rauda hacia los amplios dominios invernales que se encargarán de anunciar las luces del Corte Inglés. Pero siempre, aunque las temperaturas bajen, hay motivos para sacar expresiones alusivas, que han permanecido meses guardadas entre bolas de alcanfor mediático. Me refiero a eso del “otoño caliente” que, claro, este año no va a ser una excepción,  habiéndose elegido, nada menos que en 20-N, como fecha álgida para marcar todas las transiciones habidas y por haber.

Recortes




     Este vocablo es un ejemplo más de la mutación semántica que los tiempos imprimen al idioma. Antes de la dichosa crisis esta palabra  recordaba aquellos retales y trozos de periódico atesorados como perlas rescatadas del abigarrado y mortecino contexto de la prensa,  por contener escritos que no merecían el destino efímero de un diario, normalmente la papelera.  También entre los epígrafes de la lista de la compra, esa retahíla escrita azarosamente en un ticket de aparcamiento, a menudo figuraba  la palabra "recortes", que adquirían por la noche su esencia gastronómica en los trocitos de jamón rehogado con judías verdes. Y, en fin, cuando los toros gozaban de toda su lozanía, sin atisbo alguno de prohibición en el horizonte, los banderilleros también se permitían efectuar recortes adornando  su faena.
     Ya solo cabe una acepción para esta palabra. El recorte es aplicable a sueldos de funcionarios,  pensiones, presupuestos  públicos y privados; y se ha emparentado políticamente con otras frases hechas de empalagosa recurrencia, como la que hace invariablemente mención a los agujeros del cinturón. La habilidad y la rotundidad en este tipo de tijera virtual, que ha tomado con fuerza el relevo de aquellos casposos censores del franquismo, es ya, por tanto, el principal prerrequisito para desempeñar un cargo público con garantías de éxito. No importa  que se haya estudiado economía en Harvard o se haya hecho un máster en Cambridge. Mire usted cómo recorta ese consejero de economía, o ese alcalde o ese presidente autonómico. Ahora sin profesores interinos, con la mitad de quirófanos, sin coche oficial, con menú del día y sin agua embotellada, ¡qué grandes gestores!
     Nadie cree en la virtuosidad de esa nueva casta de mandatarios con la tijera colgada del cuello como sastres de la cosa pública. Porque todos han salido de la misma camada, aquella que al comienzo de cada legislatura subía sus sueldos, dietas y demás prebendas retributivas con la aquiescencia y el regocijo de los respectivos grupos, que callaban en sus escaños. Dedicarse “a la política” ha sido –en bastantes casos- una forma de medrar económicamente durante unos añitos quedando difuminada esa pretensión con un aparente compromiso con el pueblo. Y quienes no tenían chofer ni móvil oficial, ni comidas y vinos de honor a cada paso, aspiraban ansiosamente a ello  si algún día llegaban al status que lo hiciera posible. No me digan que no. Por todo esto parece bastante impúdico que cómplices del despilfarro se erijan ahora en adalides de la austeridad porque esos vientos les favorecen. Borges decía que toda la Humanidad se divide en platónicos y aristotélicos, y a esta dialéctica se reducen todas las diferencias y disputas que nos enfrentan, pero no observó cuán débil es la línea que nos permite adoptar filosofías distintas ni cuán erráticas llegan a ser nuestras convicciones.

El fin de la aceituna

     Parece que nos hemos convertido en espectadores pasivos, que asisten a la despedida imparable de unos modos y estilos de vida que hasta hace muy poco parecían consustanciales con la propia existencia. ¿Quién les iba a decir a nuestros padres y a nuestros abuelos que terminarían prohibiendo los toros? Los catalanes ya tendrán que viajar a Zaragoza o a Valencia para ver una corrida con la misma avidez que hace algún tiempo iban a Perpignan para ver una teta en el cine.

   Unas cosas se acaban por decisiones políticas (porque sin toros se es menos España que con ellos), y otras mueren de inanición por la pasividad y la inoperancia de otros políticos, esta vez incapaces e ineptos. El olivar ha sido desde la época árabe uno de los medios de vida de muchas familias humildes de nuestras comarcas, que veían en la recolección de la aceituna una importante ayuda en sus precarias economías domésticas. Durante el año cuidaban sus olivares labrando y manteniendo limpios sus suelos, podando sus ramas y “desmamonando” sus brotes en espera de lluvias equilibradas que propiciaran un verdeo sano y productivo. Pero esto se está acabando,  pues los precios que reciben estos pequeños agricultores por su producción y por su esfuerzo año a año han ido cayendo en picado hasta el punto de no merecer la pena la recolección. Paralelamente, los precios finales de la aceituna en destino no han parado de crecer y hoy suponen el 600% con respecto a lo que pagan al agricultor; a esto me refiero con políticos ineptos e incapaces de frenar el enriquecimiento de los intermediarios, y que no me vengan diciendo que esto es cosas de “los mercados”, que ya estamos hartos de que todo el mundo eche la culpa a ese etéreo e ignoto causante de todos los males para tapar su incapacidad. Si la aceituna en origen se paga a la mitad que hace unos años ¿por qué una lata de aceitunas en la tienda no vale también la mitad? ¿dónde se ha quedado el beneficio? Este año van a pagar el kilo de aceituna de verdeo a una media de 0,36 €, cuando el coste de recolección se calcula en 0,35, es decir “lo comío por lo servío”. Ya hay países, como Argentina, mucho más competitivos en estos costes, y ya saben qué pasará con nuestras aceitunas. Si alguien va a engordar, esos son los pájaros. Ante este panorama, las asociaciones de agricultores aconsejan no coger aceitunas este año, pero ¿quién le dice a un parado del campo o a un perceptor el P.E.R. que renuncie a esos quinientos, mil o dos mil euros que llevar a su casa, aunque sea la mitad de lo que pagaron el año pasado?
     Hubo una época, en tiempos de Miguel Hernández, en la que los aceituneros eran altivos. Hoy han mutado a míseros y mendicantes, presenciando impotentes cómo se extingue lánguidamente el divino legado de sus antepasados.

Tatuajes

     La dependienta de la pastelería, ostentosamente escotada, me entregó mi bamba de nata dejando entrever lo que me pareció un racimo de uvas tatuado ya cerca de lascivas y blanquecinas regiones. En principio recordé mis propios versos (disculpen la petulancia) una vez que imaginé a  Gabriel y Galán en el siglo XXI: “Mujeris que no han visto enaguas / con santos pintaos en la teta, / con yerrinos p’al ombligu / y alfileris en la jeta”. Pero me pregunté también, inducido por mi frustrada condición de psicólogo sin ejercicio, qué razones pueden llevar ahora a los jóvenes a semejante pintarrajeo. Porque no solo hablamos de estos sensuales racimitos, ni de breves mariposas en esa también pecaminosa transición de la espalda, que parecen guiar al practicante al lugar exacto para la inyección. Nos referimos  a enormes grafitis epidérmicos: inscripciones góticas que llenan todo un antebrazo o monstruos con tres cabezas que abarcan la totalidad de la espalda, como aquellas rosas de los vientos antropomorfas de los mapas medievales.
     Parece claro que en el transfondo de un tatuaje descansa secretamente el deseo de adquirir una cierta singularidad para huir del atroz anonimato al que nos someten las masas y los conglomerados humanos, que eliminan por sí mismos cualquier identidad. Muchos jóvenes creen salir de esta alienación con un simple dibujito polícromo. En todo caso (y esto lo saben bien los tatuadotes) el tatuaje refleja la necesidad permanente del hombre de diferenciarse de los demás y distinguirse de este modo de sus congéneres como ser único y distinto. Sin embargo esta práctica a mí me trae más bien evocaciones de presidiario, pues recuerdo cómo tenían los brazos de pintados los aforados de la Legión que traían al calabozo de mi cuartel de Ceuta, en mi obligada época militar.
     Bueno, pero las personas evolucionan en sus percepciones de la vida y a los 18 años no se tiene la misma visión social ni las mismas necesidades que a los 50; un tatuaje no es como aquellos papeles pintados del salón que podían despellejarse cada dos años porque se habían pasado de moda. Así como es fácil quitarse un pendiente o un pearcing de la ceja, no sucede lo mismo con el tatuaje. Yo me inquietaría algo si el cirujano que tiene que intervenirme, cuando se aproxima con su cofia verde luce sendas sirenas multicolor en los brazos, o al abogado que me lleva el pleito, como el que no quiere la cosa, le asoma un dragón por el cuello. No sé hasta qué punto la autoafirmación ante las antiguas inseguridades adolescentes de nuestro dentista pueden crear un clima favorable a la extracción de la muela del juicio. Les juro que estoy descolocado.

Estramonio y "choking game"

      Iba a escribir algo sobre el llamado “síndrome post vacacional”, pero lo único que se me ocurría es que tal trastorno es un camelo inventado para rellenar espacio cada año en los suplementos de prensa de principios de septiembre. La reincorporación al trabajo después de unas vacaciones, con los tiempos que corren, cada vez debe ser más interpretada como un  privilegio que como un trauma causante de no sé qué desequilibrios psíquicos, o si no que se lo pregunten a cinco millones de personas que yo me sé, incapaces de experimentar esa complicación del ánimo por imposibilidad manifiesta.
     De entre los muchos asuntos acaecidos durante el pasado mes susceptibles de ser comentados en esta columna  he elegido una temática compuesta por algunos flashes informativos relacionados con los jóvenes y sus expectativas. Generalizar siempre tiene el riesgo de deformar la realidad, pero ignorar acontecimientos aislados también engendra el peligro de no atajar a tiempo situaciones grotescas que se pueden extender. Me refiero, por ejemplo, a eso del estramonio y otras lindeces. Al parecer ya no es suficiente “calentarse” cada fin de semana con el botellón, la borrachera la ha habido siempre y es una experiencia  manida y demasiado “light”. Y si me apuran, “colocarse” con un canutillo tampoco aporta ya nuevas sensaciones. Quienes mueven los hilos de los “mercados” juveniles terminaron introduciendo las drogas sintéticas, de tal forma que ya se puede alucinar consumiendo cómodas pastillitas, siendo muchos los jóvenes que “comen” éxtasis y otros comprimidos al uso. Más: alguien ha ideado cómo emborracharse sin resaca. Sí, también lo he visto este verano. Se trata de unos chupitos humeantes de alcohol sintético que se inhala, y que han empezado a dar en los botellones, como cuando en Carrefour promocionan un nuevo queso. Y ahora el estramonio. No sé a quién se le ha ocurrido que la solución es contratar brigadas para quitar esta planta de los alrededores de los sitios de botellón.  Pronto comerán amapolas y habrá que erradicarlas del campo para evitar tentaciones. Pero sigamos: choking game, es decir, apretarse el pescuezo para comprimir la arteria carótida y perder el conocimiento por falta de riego cerebral, y parece que esto mola.
      Y pensar que a mi padre no le gustaba que jugara tanto al billar. Convendrán conmigo en que algo está fallando. No sé de qué manera podríamos idear dosis de responsabilidad, pastillas de sensatez o chupitos de cordura sintética. La crisis de valores es mucho más obstinada que la de la deuda soberana. Si nos cargamos aquel divino tesoro que decía Rubén Darío mal nos v a  ir.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Aceña


     Como preludio de mis inminentes vacaciones, hoy, al llegar a casa tras la cansina jornada laboral he experimentado esa gozosa maniobra de abrir el buzón convencional y, entre extractos bancarios y ofertas de supermercado que caen como cascarilla insulsa, quedarme con el cogollo de un sobre de verdad, de esos con sellos y con mi nombre escrito a mano con esa letra ampulosa de quien también encuentra placer en efectuar un envío. En su interior, una nueva entrega de la revista “Aceña”, ventana cultural de la pequeña localidad extremeña de Pescueza, que no es la primera vez que aparece en las entregas semanales de esta columna, por representar este pueblo de poco más de 150 habitantes un interesante ejemplo de cooperación comunitaria y democracia participativa que contrasta con la pasividad y filosofía de subsidio que lamentablemente predominan todavía en el área rural.
     Un soplo de aire fresco, de olor a jara y encina, es lo primero que recorre mi ánimo tras hojear su contenido. Un bello contrapunto a la espiral de conflictos de todo tipo que encontramos al abrir cualquier otro medio periódico escrito: revoluciones, hambrunas, hundimientos bursátiles, caos económicos… pero no por ello estamos ante una publicación alejada de la realidad, más bien diría yo que contempla el contexto con más apego a lo real que pueda imaginarse. Se habla de nuestras cosas. Y las reflexiones que se contienen sobre las posibilidades de desarrollo de nuestros medios rurales ponen de manifiesto que la gestión de los recursos propios de estas zonas que todavía aglutinan a una parte importante de la población de Extremadura no se ha olvidado, ni por parte de los gobernantes (artículo de Guillermo Fernández Vara sobre la Extremadura rural del siglo XXI) ni, menos aun, por parte de sus habitantes, que constituyen el verdadero motor de la autogestión. En Extremadura existen cerca de 400 municipios. Imaginemos que cada uno de ellos no solo editara una publicación cultural para dar cabida a sus inquietudes, sus recuerdos o sus perspectivas de futuro, sino que sus ayuntamientos alentaran y apoyaran iniciativas y proyectos surgidos de la iniciativa local, participaran con viveza en las mancomunidades emprendiendo acciones de mejora, gestionaran activamente fondos públicos y llevaran a cabo intensas campañas de concienciación y divulgación de los valores de su comarca. ¿No estaríamos ante una verdadera revolución   rural que inevitablemente obligaría a los centros de poder a prestar la atención debida a estas extensas zonas? Alguien podrá pensar que ahora no corren buenos vientos para aportar más dinero a ningún sitio. No se trata de eso. Primero hay que hacer surgir lo que Felipe Sánchez Barba llama en este número “el espíritu de Pescueza”; de dinero ya hablaremos. Mañana estaré debajo de una encina leyendo “Aceña”, y olvidado por completo del BCE, de la deuda soberana y de Standard & Poor’s. Cambiaré por unos días la incómoda realidad del mundo por la mía propia, bastante más llevadera.

jueves, 4 de agosto de 2011

Cuernos del mundo

     Fue hace unos días tomando café. La imagen de un niño gravemente desnutrido, que ilustraba la tragedia de Somalia, presidía la primera página del diario. Me sorprendí a mí mismo esquivando aquella mirada suplicante que delataba la más tétrica de las miserias humanas: morir de hambre. Pero mientras pasaba páginas buscando la actualidad económica (que es nuestro problema) aquella imagen, grabada involuntariamente en mi retina, entorpecía la lectura, dando finalmente al traste con el repaso a la actualidad, como si de esa fotografía emanara un extraño efluvio capaz de hacer relativo  todo lo demás. Es el grito –pensé- que de vez en cuando rompe el pesado silencio de la tragedia para tratar de mover el  gusanillo perezoso de nuestras conciencias. Pero a estas imágenes ya nos hemos acostumbrado. La escritora americana Susan Sontag decía que “el vasto catálogo fotográfico de la miseria y la injusticia a lo largo del planeta le ha dado a todo el mundo una cierta familiaridad con las atrocidades, haciendo que lo horrible sea cada vez más ordinario”. En efecto, convivimos con la desdicha como algo natural y nos hemos habituado a sus distintas caras.
   Hoy es el Cuerno de África el que suena en la lejanía, como llamando desesperadamente a los dos primeros mundos para que dirijamos por un instante nuestras miradas al tercero, a sus niños moribundos y a sus rebaños famélicos. Pero son sonidos que se apagan lánguidamente, pues los vientos informativos pronto cambian hacia objetivos más cercanos, abandonando la tragedia que continúa en el silencio ciego del olvido. Hace poco más de un año la catástrofe del terremoto en Haití fue la encargada de hacer sonar su cuerno en aquel continente, consiguiendo mantener durante unas semanas la atención del planeta en la desdicha de los damnificados. Pero igual que ocurrirá en Somalia, poco a poco se apagaron lo ecos de los lamentos para desaparecer de nuestros sentidos aquel episodio. Sabemos que en Haití todavía hay más de un millón de seres humanos hacinados en tiendas y chabolas, y que niños mueren de cólera en las calles. Sólo han recibido el 30% de la ayuda internacional comprometida; pero esto ya forma parte de su tragedia silenciosa que ha dejado de incumbirnos. Y así podríamos seguir tratando de otras guerras y tragedias de las que nunca hemos oído hablar porque todavía no ha sonado su cuerno.
     Eso de “comunidad internacional” cada vez se me antoja más un interesado eufemismo para tapar la inoperancia. ¿Cuántos miles de millones se han destinado para reflotar bancos, tapar agujeros, comprar deuda o rescatar países desarrollados? Miedo da solo imaginarlo. El mundo carece de liderazgo. Miento: los que mandan en el mundo ahora son los directores generales de las agencias de calificación de deuda, pero esos giran en otra órbita y  son incapaces de escuchar los cuernos del hambre.
    

martes, 26 de julio de 2011

Fundamentalismos

Hasta el viernes pasado todos asociábamos esta palabra  con doctrinas islámicas excluyentes y extremas que aíslan el  concepto de yihad de sus fuentes coránicas para establecer una dictadura ideológica que permite la muerte y la masacre como una posibilidad plausible para entrar en el Paraíso. Por desgracia, hemos tenido oportunidad de comprobar sus manifestaciones letales innumerables veces en el pasado reciente, y muy cerca de donde nos encontramos ahora: el 11-M.
        Ha habido a lo largo de la Historia otros integrismos igualmente devastadores: el fundamentalismo nazi que preconizaba la supremacía de la raza aria también encontró su siniestro caldo de cultivo en las esferas hitlerianas causantes del mayor y más vergonzoso holocausto de la era moderna. Pero la espeluznante matanza de la isla de Utoya, en Noruega, ha hecho aflorar en los medios de comunicación el engendro conceptual de “fundamentalismo cristiano”, que nos deja atónitos, descolocados e indefensos ante la irrupción de tales o cuales fundamentalismos que puedan seguir apareciendo en el futuro como excusa para cometer las mayores bestialidades imaginables. Alguien podrá esgrimir una traslación de contextos temporales y desempolvar aquello de las Cruzadas para matar infieles en nombre de la Cruz que organizaban y pagaban precisamente los papas del medievo. O la reforma protestante. ¿No habíamos quedado en que el cristianismo era la religión de la paz y el perdón? Si pueden aparecer  individuos que emprenden cruzadas particulares y cambian las mejillas evangélicas por rifles automáticos olvidándose del resto de postulados de su religión o credo, ya sea cristiano, mahometano o budista, como se está demostrando, todos estamos vendidos, como esos pobres chicos noruegos que corrían como ratas perseguidas hasta ser acribillados en un rincón.
   Conclusión que puede extraerse de este lamentable caso concreto es que calificar a ese asesino en serie como fundamentalista cristiano es una ligereza imperdonable. Una cosa es el estado de opinión o las creencias que alguien pueda tener y otra muy distinta la situación patológica de su mente, que impulsa a llevar a cabo actos inhumanos y salvajes totalmente opuestos a los presuntos fundamentos de su ideología. En esos casos  el móvil ideológico es una mera excusa para dar salida al potencial perverso que ciertos individuos llevan dentro. Parece ser que este sujeto no solo era cristiano, sino también anti-islamista acérrimo, ultraderechista, xenófobo y adicto a los videojuegos de comandos; si a esto unimos que sus neuronas no deben ejercer sinapsis saludables obtenemos un cóctel fulminante capaz de atrocidades inimaginables. No hablemos, pues, de fundamentalismos sino de delirios mesiánicos propios de un verdadero psicópata. Lo que hay que intentar es que esta abominable matanza no encienda ninguna idea ni aprendizaje vicario en las crecientes corrientes ultraderechistas que pululan por la vieja Europa.

martes, 19 de julio de 2011

Tiempos cambiantes

   Decía Albert Schweitzer, premio Nobel de la paz en 1952, que con veinte años todos tienen el rostro que Dios les ha dado; con cuarenta el rostro que les ha dado la vida y con sesenta el que se merece. Mi hijo menor (aun con rostro divino) acaba de regresar de un festival de música rock que se ha celebrado en Portugal durante varios días, y he tenido oportunidad de asistir en casa a la parafernalia previa, donde en los preparativos suelen tener un especial protagonismo las madres. No te olvides de llevar el móvil. Mira, aquí te meto el cargador y en este lado de la mochila la pomada para las picaduras, que en la tienda hay muchos bichos. Y la crema protectora, que os ponéis al sol como tontos. Toma más dinero por si te ves apurado. Ah, la tarjeta de crédito también, y guarda bien el billete de vuelta que has sacado por Internet, llámanos y dinos cómo te va...
   Es inevitable volver la vista atrás treinta y tantos años cuando los que se iban de marcha éramos nosotros. Qué poco había que preparar. Con lo puesto salíamos y regresábamos. Escogíamos el medio de locomoción más barato que había entonces, donde no era preciso sacar billete anticipado. En auto-stop recorrimos cientos de kilómetros apostados durante horas al tórrido sol de las cunetas tratando de buscar acomodo en algún 127 que nos aproximara al destino. Hubo días cuyo único menú fue una lata de calamares en su tinta y un bollo de pan. Las dormidas siempre eran improvisadas aventuras: en el zaguán de la casa del cura del pueblo; y hasta en el interior de la caja de cartón de un frigorífico. Uno era un “sin techo” voluntario que no precisaba auxilio social alguno. Y nadie estaba indignado por ello.
    Es posible que, en función de la cita de Schweitzer, mi rostro se aproxime ya al que merezco, pero creo que espacio y tiempo han mudado su dimensión en el corto intervalo de una generación, y de alguna manera esto debe reflejarse en la manera de afrontar la vida. Se ha perdido bastante el componente de  aventura que siempre debe aderezar la existencia. Estar en contacto con el mundo muchas veces dependía de si había una cabina de teléfono cerca y monedas para echarle, que esa era otra. Móvil e Internet permiten ahora vivir en tiempo real, pero los sentimientos a veces requieren diferir sus manifestaciones para fortalecerse, como cuando esperábamos con anhelo durante días carta de la novia. Los tiempos cambian muy deprisa, han traído muchos avances pero en cierto modo todo es ahora mucho más previsible, es como ir al cine a ver una película de la que siempre conoces el final.

martes, 12 de julio de 2011

El último guerrillero

     La certeza de que las cosas se acaban sin remedio es algo que siempre me ha inquietado especialmente. Ser espectador de ultimidades reafirma un sentimiento irritante de desasosiego, como en esas pesadillas en las que nos persiguen pero estamos paralizados sin posibilidad de escape.  Estoy seguro de que en todas las épocas los hombres han despedido modos y estilos de vida para dar la bienvenida a nuevas formas y maneras, pero yo sigo experimentando equivocadamente que nuestra generación se lleva la palma en esta cadencia de ocasos irremediables. No  puedo soportar, por ejemplo, la desaparición de la cultura  trashumante con su cancionero, sus refranes y estilos de vida; o la extinción de ciertos oficios artesanos para los que no hay recambio generacional, o los tamborileros de los pueblos. O la transformación artificial del aspecto de los pueblos que todavía llegué a conocer en mi primera infancia: es como si lo “auténtico” se diluyera en una suerte de transformaciones espurias que amenazan permanentemente lo verdadero.
    Gerardo Antón ha muerto con  94 años. Yo lo conocí hace años, y departí con él tras una mesa redonda donde  relataba encendidamente episodios de su juventud cuando luchaba contra el franquismo amparado en las sombras de la sierra. Oyendo a “Pinto”, uno se daba cuenta de lo que significó el “maquis”, sin necesidad de ilustrarse con ninguna lectura. La pasión de este hombre por sus ideales es poco frecuente, porque su posición ante un dilatado pasado nunca le hizo abdicar de sus convicciones. No es de los que decían “yo fui tal o cual cosa”, no. “Pinto” seguía siendo guerrillero antifranquista, y se le seguían saltando las lágrimas cuando hablaba de la República, sesenta años después. Gerardo Antón siempre estuvo en su papel: cuando escapó del ejército nacional arrojándose del tren como décadas después hizo El Lute; cuando decidió echarse al monte en 1944, pudiendo haber llevado una vida sin sobresaltos en Aceituna, su pueblo, o cuando en Francia, su exilio de tres décadas, continuó militando activamente en actos y marchas contra la dictadura. Gerardo Antón “Pinto” se esforzó a su regreso en que aquellas dos Españas de Machado se conocieran un poco mejor, y a ello dedicó lúcidamente sus últimas etapas. No estamos enjuiciando aquí si la peripecia vital de Gerardo fue o no equivocada, sobre eso ya hay ríos de tinta. Hoy simplemente incidimos en la fidelidad de un hombre al estilo de existencia él mismo escogió, en unos tiempos donde ya es normal descedirse de sus convicciones o cambiar de chaqueta cuando ya no sirve. “Pinto” paseaba por la Plaza Mayor de Cáceres enfundado en su traje de pana negro: su mirada todavía dura albergaba sin embargo el esbozo de una sonrisa que denotaba una satisfacción trascendente, definitiva, a pesar de resumir una vida convulsa. Y su gorra de revolucionario con una estrella roja definía su vocación, por si había alguna duda: él era guerrillero.